Iglesia de San Pedro, Klippan
Sigurd Lewerentz 


El largo camino recorrido a vueltas con el proyecto religioso le permite a Lewerentz reflexionar y actuar sobre todas y cada una de las partes del encargo. También el prestigio y el respeto ganado por su propio personaje de arquitecto concentrado, detallista y adusto, hace posible al final de su vida una obra que acumula interpretaciones a veces muy personales del espacio ritual. En la parroquia de la aldea de Klippan evita cualquier tratamiento convencional de los elementos del culto, aunque estén dispuestos con gran respeto por la tradición cristiana y protestante. La implacable y contenida modernidad de Klippan no está tanto en el recurso a la abstracción de los esquemas cuanto en la elaborada articulación de cada elemento para que sea lo que debe y forme además parte de un discurso poético; para que se superpongan los símbolos del ritual y los de una arquitectura enamorada de su propia materialidad.

La iglesia, los despachos y las salas de la parroquia forman un conjunto homogéneo de formas abiertas a pequeños patios y jardines, separados dentro de un parque. No quieren abrirse a grandes espacios, como si se tratara de preservar la intimidad de una villa con sus prados y su estanque. La articulación de los volúmenes parece tan estudiada como su modelado, directo y elemental. Hay una expresiva identificación del autor con la fábrica de ladrillo, sobre la cual la madera y el cobre de las cubiertas ponen un acento melancólico, y los cristales colgados de las ventanas aportan un reflejo oscuro. El ladrillo modela, casi obsesivamente, el interior y hasta el sitial del pastor, el altar o la fuente bautismal. Y el acero, que hace una aparición insólita en un único y gran pilar central, está dispuesto como un contrapunto dramático, duro y recto en ese interior modelado.

San Pedro de Klippan es casi más cripta que iglesia. El ambiente oscuro, la respiración de los muros huecos y el recorte de los vidrios en paredes y techos dan la sensación de un mundo subterráneo, y aluden sin duda a esa condición interior de la religión y a esa búsqueda en la oscuridad racional orientada por la corta luz de la intuición de lo otro. El viejo mundo romántico y nórdico de la juventud de Lewerentz vuelve, fundido con la recuperación de formas arcaicas que trajo la posguerra. Espiritualidad de catacumba, símbolos antiguos nuevamente aceptados y humildad de la vieja materia para una modernidad que acepta la tradición y el dogma universal en un proyecto que, paradójicamente, interpreta su trabajo como algo particular y único...[+]