Resultado de un concurso fallado en 2006, la Estación Intermodal de Logroño forma parte de un plan urbanístico mucho más amplio para el soterramiento del trazado ferroviario a su paso por la capital riojana, que contempla asimismo la construcción de un gran parque lineal y de cinco torres residenciales.

Las estaciones de ferrocarril en superficie suelen suponer una interrupción brusca de la continuidad urbana. Precisamente la infraestructura que está destinada a unir la ciudad con el territorio acaba dejando un vacío que implica segregaciones que no sólo son físicas sino también sociales. El soterramiento de las vías, y la subsiguiente recuperación de la continuidad de la trama urbana, es una buena ocasión para repensar el tipo arquitectónico de la estación desde otra perspectiva: primar la creación de nuevos espacios públicos y el desarrollo de anillos verdes, fomentando de esta forma modelos alternativos de movilidad. Así, la nueva estación de Logroño se concibe como una topografía totalizadora —y, en este sentido, una experiencia pionera en lo que viene denominándose landform architecture o ecological urbanism— en la que confluyen temas de diversa índole: infraestructurales y urbanísticos, paisajísticos y arquitectónicos, ecológicos y económicos.

El edificio surge de la idea inicial de abarcar con un solo gesto formal la nueva estación de Alta Velocidad y la de autobuses, que quedan embebidas en un volumen de piel ajardinada, con el que se culmina en superficie el gran anillo verde generado donde antes las vías partían la ciudad en dos. De aspecto orgánico, pero de meollo tectónico, este volumen acomoda el complejo programa en una serie de espacios configurados a partir de triangulaciones geométricas, y organizados en torno a una cúpula central en dos naves hipóstilas craqueladas, con las que se prolonga la dimensión pública del parque.