Desde el comienzo del siglo XX las metrópolis han sido el laboratorio de la modernidad. La técnica ha invadido el ámbito de nuestra vida cotidiana: cafeteras, tostadoras, placas de inducción, camas de agua, cepillos eléctricos, o pantallas de TFT pueblan nuestras cabañas urbanas que, con rapidez, se van colmatando de objetos. Necesitamos cada vez más espacio, y cuanto más espacio consumimos más nos alejamos de la sencillez del antiguo habitar. Tendemos a olvidar así que nuestros orígenes —que no son otros que los de la cabaña en el bosque— desmienten esta hipertrofia de objetos y esta vana aceleración.

Volver a las experiencias elementales que procura la relación con lo natural es el propósito de este proyecto. Situada en el límite entre la naturaleza y la civilización, cerca de la montaña Fichtelberg (Sajonia) y en un paraje boscoso no lejos de una carretera, la cabaña Hutznhaisl es un refugio con capacidad para ocho personas. Es sencilla, espartana y sus cualidades estéticas se derivan sólo de cosas tangibles. Los muros y los techos son de hormigón armado, con acabado en bruto; los suelos son de gruesos tablones del árbol local más común, el abeto rojo; el mobiliario y los mecanismos se han reciclado de los contenedores de desechos. Por su parte, el aspecto exterior de la cabaña insiste en su condición de refugio: herméticos muros que contrastan, sin embargo, con la transparencia de los ventanales que se vuelcan al paisaje circundante.

La cabaña también apela a la memoria haciendo patente en sus muros la preexistencia de un refugio anterior: un humilde bungaló cuya piel de madera (con los marcos de sus puertas y ventanas, con sus tablones) permanece como una reminiscencia parlante en la textura del muro interior de la casa. Nada en ella, sin embargo, recuerda a un folclorismo localista ni tampoco a un forzado lenguaje de vanguardia. Sus formas son, tan sólo, una respuesta contemporánea más a la vieja pregunta sobre la cabaña primigenia y sobre el origen de la propia arquitectura.