Una película de Ayn Rand

Una película de Ayn Rand

Luis Fernández-Galiano 
27/02/2023


Ante El manantial, muchos pensarán convencionalmente que es una película de King Vidor; otros, quizá la mayoría, asociarán la cinta a Gary Cooper; pero ni el director ni el actor protagonista son tan merecedores de mención como la escritora y filósofa Ayn Rand, autora del libro en que se basa este film de 1949, en el que también intervino como guionista. Nacida en 1905 en San Petersburgo como Alisa Zinóvievna Rosenbaum, en una familia judía no practicante, y escritora de guiones desde su infancia, se graduó en filosofía e historia, haciendo compatible sus lecturas de Aristóteles, Víctor Hugo y Nietzsche con sus estudios en el Instituto Estatal de Artes Cinematográficas, emigrando a Estados Unidos en 1926 para instalarse en Hollywood con el propósito de convertirse en guionista. Nacionalizada estadounidense en 1931 con el nombre de Ayn Rand, la que ha sido descrita como representante típica de la intelligentsia rusa se convirtió en una elocuente defensora del individualismo americano frente al colectivismo soviético, y su influencia se extendió a innumerables políticos y empresarios estadounidenses, entre los cuales el expresidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, que fue durante dos décadas el hombre más poderoso de la economía mundial, y que junto con un pequeño grupo se reunía todos los sábados en el apartamento de Rand para comentar con ella sus tesis filosóficas y sociales.

Las ideas de la escritora, que expresó sobre todo a través de sus dos grandes novelas, The Fountainhead de 1943 y Atlas Shrugged de 1957 —esta última, La rebelión de Atlas, ha vendido 25 millones de ejemplares, y la Biblioteca del Congreso lo consideró el libro más influyente tras la Biblia—, evidencian el eco de sus lecturas de Tolstói, Dostoyevski, Chéjov o Turguénev, que también promovieron su visión del mundo mediante la narrativa o el teatro, y más aún el de Nietzsche en Así habló Zaratustra, el de Spengler en La decadencia de Occidente o el de Ortega en La rebelión de las masas, para cristalizar en el sistema filosófico que denominó ‘objetivismo’, un realismo capitalista que defiende el egoísmo ilustrado y un juicio propio basado en los hechos. Ampliamente respetada como filósofa —recientemente Wolfram Eilenberger la hacía protagonista, junto con Simone de Beauvoir, Simone Weil y Hanna Arendt, de El fuego de la libertad: el refugio de la filosofía en tiempos sombríos, 1933-1943— Ayn Rand quiso llegar al gran público a través de la ficción novelística, y todavía más mediante el cine donde inició su carrera de escritora como guionista.

Con la película dirigida por King Vidor, sin embargo, no quedó plenamente satisfecha, por más que consiguiera un éxito que se extiende hasta su popularidad contemporánea, entre los arquitectos desde luego, pero también en ámbitos más amplios. La cinta es al cabo una historia de amor en el mundo de la arquitectura, con el colofón de un juicio del que hay tantos ejemplos en la cinematografía estadounidense, y su protagonista se inspira vagamente en la personalidad oceánica de Frank Lloyd Wright —que precisamente en un estrado se describió como el mejor arquitecto del mundo, justificando su falta de modestia en que no pudo evitar hacerlo, ¡al hallarse bajo juramento!—, aunque buena parte de las maquetas que se muestran utilizan más bien el lenguaje de Mies van der Rohe. Muchos arquitectos han elegido su profesión movidos por la fascinación que suscita el héroe de Rand, Howard Roark, y sin embargo su figura representa valores opuestos a los que deberían caracterizar el ejercicio de la arquitectura, más basada en el servicio a otros que en la persecución de un proyecto personal. Esta paradoja se refleja bien en las memorias de Moshe Safdie, el autor del Habitat de Montreal, y no me resisto a citarlo in extenso:

«Cada arquitecto de mi generación ha tenido lo que llamo ‘momento Ayn Rand’: el momento en que uno considera al arquitecto como un individuo asertivo y un creador todopoderoso con un control singular de la Verdad. Yo leí El manantial al comenzar mis estudios universitarios y recuerdo absorberlo con gran emoción. El arquitecto del libro, Howard Roark, el héroe nietzscheano de Rand, fue por un tiempo mi ídolo, y el retrato que de él hizo Gary Cooper en la película solo reforzó mi entusiasmo, por más que no llegaba a verme en la imagen de Cooper. Pero el entusiasmo duró poco, y llegué a la conclusión de que Roark era un narcisista obsesionado consigo mismo y no motivado por nada noble. Mi ideal de arquitecto se convirtió en la antítesis de Roark. La arquitectura es una misión, y el arquitecto tiene una responsabilidad hacia los clientes y hacia la sociedad en general que trasciende a la persona».

La reflexión de Safdie es probablemente compartida por la mayoría de los arquitectos. En las escuelas seguimos proyectando la película y advirtiendo a nuestros estudiantes sobre el individualismo iluminado y mesiánico de Roark, pero no podemos dejar de disfrutar de la ridiculización del crítico Ellsworth M. Toohey —un personaje inspirado en Harold Laski— o de la demonización del magnate de los medios Gail Wynand, a su vez inspirado por la figura mítica de William Randolph Hearst, que como es notorio fue también retratado en la obra maestra de Orson Welles, Ciudadano Kane. En la cinta hay escenas que hoy nos sorprenden, como la violencia de la primera relación de Roark y Dominique, pero Rand sabía utilizar el escándalo para hacer más populares los libros, y la percepción de la relación entre los sexos ha cambiado mucho en los 80 años trascurridos desde la publicación de la novela. La filósofa, que interrumpió su trabajo en la industria cinematográfica para emplearse como secretaria en un estudio de arquitectura a fin de documentarse para la obra, expresó en El manantial su visión más extrema de su credo libertario, su defensa del egocentrismo sensual frente al capitalismo de consenso y, al cabo, su persecución testaruda de la libertad, que iluminó su vida desde que a los 21 años decidiera cambiar de nombre y de país.


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