Hay relativamente pocos arquitectos que hayan sabido salir airosos del desafío de dar una expresión construida a su deseo de dejar un legado. Por supuesto, la obra de cualquier arquitecto es en sí misma esa expresión construida y, para la mayoría, lo que es en verdad importante son los edificios. Así y todo, ¿qué pasa con todos los dibujos y maquetas, con todas las imágenes, la correspondencia y otros documentos que dan cuenta de las historias que hay detrás de un trabajo a los que las formas construidas no pueden dar voz? ¿Qué hay de las huellas de los proyectos nunca construidos, proyectos que algunas veces pueden ser tan importantes como los ejecutados? Todos estos objetos tienen en sí mismos el potencial de resultar incluso más significativos si se albergan en un espacio diseñado por el propio arquitecto. Esto ocurre pocas veces. Los archivos de Le Corbusier se atesoran en la Fundación Le Corbusier de París, en la Villa La Roche, pero se trata de una de las pocas veces en las que los documentos de un arquitecto se acaban conservando en un edificio creado por él en la ciudad donde estuvo radicado su estudio profesional. Los archivos de la mayor parte de los autores de renombre se guardan en bibliotecas, en universidades o en museos, respetuosamente protegidos como tesoros culturales, pero ubicados en entornos arquitectónicos que tienen poco que ver con la obra de los arquitectos.
Norman Foster buscaba algo diferente, algo más parecido al modelo de la Fundación Le Corbusier, cuando empezó a pensar en la creación de una institución que conservara sus archivos. Su interés iba más allá del deseo de atesorar dibujos y maquetas en un espacio diseñado por él, aunque contase con hacer esto. Quiso que su fundación tuviera un programa más amplio que el de facilitar la investigación académica sobre su obra; buscaba que sirviera también como centro de investigación sobre los temas que le han atraído en su trabajo y que pueden considerarse piedras de toque de su carrera profesional: la historia de la modernidad, los desafíos del urbanismo, la relación entre la ingeniería y la arquitectura, la sostenibilidad. La primera incursión de Foster en la filantropía arquitectónica se produjo poco después de que fuera galardonado con el Premio Pritzker en 1999, al crear una fundación cuyo cometido fue financiar viajes y estudios para arquitectos jóvenes y estudiantes. Ahora, esta ambición se ha hecho mayor, manteniendo el programa inicial y ampliándolo con la tarea de respaldar y estimular el legado de investigación y experimentación que siempre ha definido su trabajo.
Así, el proyecto de Foster tenía una parte de think tank, una de biblioteca y archivo, y otra de Museo Norman Foster. La última es la que menos emociona al arquitecto, al menos en lo que concierne a su propia obra: Foster posee una extraordinaria colección de piezas icónicas del diseño moderno —entre ellas, uno de los mejores conjuntos de coches históricos del mundo—, y le gusta pensar que estos objetos pueden ser un estímulo para el pensamiento y la creatividad, no simples piezas colocadas sobre pedestales. Por ello, pensó siempre que el lugar para exponerlos debía ser una institución capaz de mirar a un tiempo adelante y atrás, y de conservar los objetos no haciendo de ellos fetiches sino fuentes de inspiración. Sea la maqueta del Banco de Hong Kong y Shanghái, un croquis del Reichstag o el coche Voisin propiedad de Le Corbusier —que Foster descubrió, compró y restauró—, el arquitecto los reúne con la convicción de que pueden enseñarnos algo que nos ayudará a mejorar el futuro.
Construir con la historia
La idea de Foster para su fundación es, pues, la de una institución independiente, capaz de conservar y exponer su legado, así como convocar conferencias y otros eventos. Para ubicar la sede, barajó algunas ciudades importantes, como Nueva York, Berlín o Londres —sede central de su oficina—, pero consideró también otras instituciones situadas en entornos no urbanos, como la Fundación Donald Judd en Marfa, Texas, o enclaves rurales igual de aislados. Al final se decidió por Madrid, en parte por sus vínculos con la ciudad desde su matrimonio en 1996 con Elena Ochoa, pero también, como puede sospecharse, porque el arquitecto ha centrado buena parte de su energía creativa en el tema del futuro de las ciudades y hubiera parecido forzado, por no decir que casi inapropiado, que su fundación no se acabara radicando en una ciudad importante y cosmopolita.
Una tercera razón para la decisión de ubicar en Madrid la Fundación Norman Foster fue la posibilidad de hacerse con un edificio excepcionalmente adecuado para el propósito: un magnífico palacio beauxartiano en uno de los barrios más atractivos de la ciudad, construido en 1914 y utilizado durante años como Embajada de Turquía y después como sede de un banco español. Una de las características que hacen del edificio proyectado por Joaquín Saldaña para los duques de Plasencia una construcción notable es el hecho de abrirse a un gran patio privado que resulta ideal para situar en él una ampliación dedicada a la exposición de obras modernas y a pabellón de reuniones. Esta ampliación consiste en algo más que en ganar superficie para el programa de la institución; permite expresar el intencionado contrapunto estético que se produce entre el edificio histórico y el anejo contemporáneo, relacionando a Madrid con las muchas obras de la trayectoria de Foster Partners que, a lo largo de todo el mundo, han explorado en los últimos treinta años la idea de la yuxtaposición formal y estilística, y han hecho de la mezcla de lo viejo y lo nuevo un tema importante de la carrera del arquitecto británico.
Las plantas nobles del palacio construido por Joaquín Saldaña en 1914 se destinan a la exposición de maquetas y dibujos; el sótano contiene los archivos, más maquetas y amplias zonas de trabajo para investigadores.
Como en otras muchas obras de Foster del mismo tipo, planteadas desde la idea de ‘construir con la historia’, el palacio original de Saldaña, meticulosamente restaurado, sigue siendo el corazón del proyecto, con sus tres pisos principales apoyados sobre un gran plinto abierto. El exterior, con una elegante marquesina de vidrio orientada al patio, se ha restaurado con mínimos cambios en su aspecto original; y lo mismo puede decirse del interior, con su muchas habitaciones, todas ellas grandes pero de escala doméstica, y distribuidas en tres plantas. Los detalles ornamentales interiores se han restaurado y, combinados con la nueva iluminación y las paredes blancas, crean el efecto de una serie de espacios lisos y modernos colocados en una cáscara tradicional, replicando en miniatura cada sala el diálogo entre lo viejo y lo nuevo que se produce en el edificio: un diálogo que se refuerza merced a la presentación en las salas grandes de las maquetas y dibujos de Foster + Partners. La obra de Foster expresa una estética que, por muchas y obvias que sean las diferencias con el palacio, habita con naturalidad las salas de la fundación. Las maquetas y los dibujos poseen en sí mismos riqueza visual, y el respeto de Foster por la superficies y texturas, así como su constante referencia a la escala humana y el siempre presente sentido de lo urbano, contribuyen a establecer un diálogo afable y relajado entre un trabajo insoslayablemente moderno y los espacios tradicionales donde ese trabajo se expone.
Las salas principales se presentan como galerías expositivas, pero también pueden usarse como salas de reuniones, seminarios y conferencias. Como si se quisiera dejar claro desde el principio que la fundación es algo más que un almacén y un espacio expositivo, el vestíbulo central del edificio expone como obra principal no una maqueta de Foster, como hubiera sido previsible, sino una mesa elíptica de reuniones diseñada por el propio arquitecto. El mensaje es claro: el intercambio de ideas precede a la contemplación de las obras del pasado, a pesar de que los archivos de Foster sean, por así decir, el centro de gravedad de la fundación. Se sigue teniendo la misma sensación de estar en una zona de trabajo más que en un museo en la planta sótano, convertida en un amplio espacio abierto de trabajo y exposición, con muchos puestos para investigadores, así como una gran biblioteca y áreas adicionales de exposición de maquetas. Con buen tiempo, el programa y los eventos también podrán extenderse al patio, que es totalmente privado e invisible desde la calle.
Influencias sin ansiedad
Situándose junto al palacio, al otro lado del patio, se levanta lo que Foster denomina el ‘Pabellón de las inspiraciones’, un edificio de vidrio cuya entrada está protegida por un dosel diseñado por Cristina Iglesias, que hace la transición entre la vieja marquesina del vidrio del palacio y el nuevo edificio acristalado. Como en tantas obras del británico, el pabellón pone la tecnología al servicio de una estética sencilla y elegante, y el resultado es un minimalismo elevado a verdadera sensualidad. Las enormes paredes de vidrio parecen soportar todo el peso del pabellón, una parte de ellas convertida en una inmensa puerta por la que pueden entrar vehículos (de hecho, el pabellón podría contener más de uno de los coches de la colección de Foster, aunque sólo albergue el Voisin de Le Corbusier expuesto para la inauguración de la fundación). Una de las paredes acristaladas contiene una estantería de vidrio donde se muestran otras de las ‘fuentes de inspiración de Foster’, como el primer iPhone, una máquina de escribir Olivetti Lettera o maquetas de aviones. El pabellón también contiene una mesa para seminarios, que subraya una vez más la idea de que todos los espacios de la fundación están destinados al encuentro y al diálogo, no sólo a la contemplación de la obra fosteriana.
Este pabellón de vidrio es también una especie de museo del diseño en miniatura, una galería que expone las piezas más destacadas de las colecciones de Foster. Sin embargo, el pabellón desempeña su papel fundamental no como contenedor de objetos, sino en tanto obra de arquitectura, como debe ser. Como gran parte de la obra del británico, se trata de una composición elegante y visualmente tan ligera que parece como si flotara, levantada del suelo. Se ancla a él gracias a la gravitas intelectual y emocional que desprende, un peso suficiente como para que el edificio pueda dialogar con el noble y grave palacio de piedra. De esta manera, el pabellón de vidrio evoca una buena parte de la obra de Foster, pues transmite un mensaje de equilibrio y permite presentar objetos que son muy diferentes aunque complementarios entre sí. De esta síntesis arquitectónica surge un nuevo conjunto, que al cabo depende de la manera en que se sabe establecer una relación fructífera entre lo nuevo y la celebración del patrimonio arquitectónico: una meta que describe tanto el trabajo de Norman Foster como los objetivos de la fundación que el británico acaba de inaugurar en Madrid.
Paul Goldberger, historiador y crítico de arquitectura de The New York Times, ha sido premio Pulitzer.