Solsticio de Mies

Verano

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El Pais
30/04/2002


Menos es más: para varias generaciones de arquitectos, el legado de Mies van der Rohe (quizá hoy en el punto más alto del aprecio crítico) se encapsulaba en esa máxima mínima; pero las instituciones norteamericanas que han unido sus fuerzas para revisar la obra del maestro moderno contradicen su laconismo con dos exposiciones caudalosas que harán de Mies la estrella arquitectónica del verano neoyorquino. En el Museo de Arte Moderno, depositario de su archivo, Terence Riley y Barry Bergdoll presentan la primera parte de su carrera, desde su llegada a Berlín en 1905 hasta su traslado a Chicago en 1938; y en el Museo Whitney—que organiza la muestra con el Centro Canadiense de Arquitectura— Phyllis Lambert exhibe su etapa americana, que se extiende hasta su muerte en 1969. Con el complemento de dos voluminosos catálogos, un sitio conjunto en la red (moma.org/mies o whitney.org/mies) y un seminario patrocinado por los tres centros que se celebrará en septiembre en la Universidad de Columbia, las exposiciones se proponen al ambicioso objetivo de redibujar el perfil de uno de los gigantes del siglo XX. Podría ocurrir, sin embargo, que el ‘más es más’de esta infrecuente colaboración entre museos rivales resultase en ‘más es menos’, y más Mies fuese menos Mies, desnaturalizado el exigente esfuerzo de rigor esencial del maestro por el barullo mediático del suceso y la codiciosa fronda de unas interpretaciones que, contradiciendo a Gracián, parecen anunciar menos quintaesencias que fárragos.

El MoMA anuncia su exposición del Mies de Berlín con una foto de Kay Fingerle del pabellón de Barcelona (izquierda); y el Whitney la suya de la etapa de Chicago con el retrato realizado en 1955 por Irving Penn (debajo).

La exposición del MoMA documenta 47 proyectos europeos de Mies a través de 288 dibujos ori-ginales y 14 maquetas nuevas, que se acompañan de vídeos con recorridos visuales por las obras, simulaciones de ordenador, fotografías recientes y de época, proyectos de sus maestros Schinkel, Behrens y Berlage, pinturas, esculturas y películas de contemporáneos como Man Ray y Duchamp, amén de un ensayo fotográfico de Thomas Ruff y un quiosco digital dedicado a la revista de vanguardia G: una parafernalia de medios, objetos y miradas que pueden enriquecer el conocimiento de Mies, pero también emborronar las líneas fundamentales de su obra con adherencias parásitas, y ocultar los trazos vigorosos del personaje bajo estratos prescindibles de críticas o glosas. Cuando los comisarios aseguran que ésta es «la primera visión en profundidad» de la carrera temprana de Mies, cuando atribuyen la fría acogida de la anterior exposición monográfica del arquitecto en el MoMA —organizada por Arthur Drexler en 1986— al clima hostil creado entonces por el auge posmoderno, y cuando señalan que la actual popularidad del maestro alemán se manifiesta singularmente en obras como las bodegas Dominus de Herzog y de Meuron o la casa en Burdeos de Rem Koolhaas, el escepticismo es más legítimo que el entusiasmo.

El centenario de Mies hace tres lustros generó mucho ruido innecesario, pero dejó al menos dos libros fundamentales, la biografía crítica de Franz Schulze y el minucioso estudio sobre sus escritos y su biblioteca publicado por Fritz Neumeyer, que establecían los rasgos rigurosos del Mies hoy canónico, y con los que cualquier investigación posterior tiene necesariamente que medirse, por más que finja ser la primera en atisbar profundidades; el MoMA, íntimamente asociado a Mies a través de Philip Johnson (que ya había incluído su obra en la famosa muestra de 1932, y que en 1947 produjo una retrospectiva y un catálogo modélicos) fracasó en la celebración de aquella efeméride, ofreciendo una exposición mediocre y reticente, mal acogida no tanto por hallarse fuera de sintonía con la temperatura posmoderna del momento cuanto por carecer de la convicción moderna imprescindible para presentar a Mies; y el acto de contrición que cabría esperar del museo no puede sustituirse por la atribución a la reconstrucción en 1986 del pabellón de Barcelona de una influencia tan amplia y difusa en «las dos generaciones de arquitectos surgidas desde entonces» que sitúa en la estela de Mies a todos los interesados en «las transparencias, la naturaleza, la técnica y la conciencia humana», de Herzog y de Meuron o Koolhaas a Reiser y Umemoto, haciendo al maestro alemán el antecedente de cualquiera, y por lo tanto de nadie.

Desde el proyecto de 1921 para la Friedrichstrasse de Berlín (abajo, izquierda) a los edificios construidos en los Estados Unidos (abajo, derecha), Mies contribuyó a fijar tanto la imagen del rascacielos moderno como su definición constructiva.

Ya es un síntoma poco alentador de la perspectiva del MoMA la fotografía elegida para publicitar la exposición, una imagen del pabellón de Barcelona tomada en 2000 por Kay Fingerle desde el borde del estanque, adoptando el punto de vista de una carpa curiosa, y que como es previsible deforma grotescamente el edificio sin otro aparente propósito que una trivial originalidad de enfoque. Más prometedor es, desde luego, el reclamo del Whitney: una devastadora fotografía tomada en 1955 por Irving Penn para Vogue, desde la que se asoma el rostro de madera de Mies, con Johnson en segundo plano, y entre ambos la maqueta del Seagram, el gran rascacielos neoyorquino de bronce cuyo proyecto fue encargado al maestro alemán por el padre de Phyllis Lambert, a instancias de la hoy comisaria de la exposición, una singular mecenas de las artes que fue también la fundadora en Montreal del Centro Canadiense de Arquitectura. A esa institución viajará ‘Mies en América’ en el otoño (17 de octubre de 2001 a 20 de enero de 2002), antes de finalizar su itinerancia en Chicago (Museum of ContemporaryArt, 16 de febrero a 26 de mayo de 2002); mientras ‘Mies en Berlín’ se mostrará en la capital alemana durante el invierno (Altes Museum, 14 de diciembre de 2001 a 10 de marzo de 2002) y en Barcelona el verano siguiente (CaixaForum, 23 de julio a 29 de septiembre de 2002).

Acaso preparando la visita, o quizá sólo al calor de las exposiciones neoyorquinas, dos editoriales barcelonesas han publicado recientemente sendos libros sobre Mies van der Rohe: Gustavo Gili, un colosal volumen de 29 x 29 cm con fotos nuevas de Rui Morais de Sousa y Thorsten Hümpel, acompañadas de un somero texto de Yehuda Safran que abunda en la conexión de Mies con los escenógrafos Adolphe Appia y Edward Gordon Craig; Actar, una pequeña obra de 16 x 16 cm, el viejo texto de Josep Quetglas sobre el pabellón que Odile Hénault había publicado en 1991 en Montreal —¡heroicamente en castellano!—, y cuya prosa ardiente se acompaña ahora de un elocuente repertorio de imágenes. También en el terreno de la edición menos puede ser más, y lo es en este caso.

La casa-patio surgió en la Bauhaus como ejercicio académico, que Mies trasladó a sus alumnos del IIT de Chicago. Izquierda, casa-patio con garaje (1934) y casa Lange (1935), dos variaciones del modelo original.

Es difícil extenderse en conjeturas sobre lo que puede suponer este esfuerzo de revisión de la herencia de Mies, pero es improbable que se alumbren datos suficientes para obligar a recomponer por entero la figura del arquitecto. Sí cabe esperar un renovado debate sobre su pertinencia o utilidad para la arquitectura actual, con un especial énfasis en los proyectos no realizados, porque es en ellos donde la reflexión radical del arquitecto alcanza su más violenta pureza. De las fracturas expresionistas y cristalográficas del rascacielos en Friedrichstrasse de 1921 a la implacable regularidad burocrática de los más obstinados prismas americanos de los años cincuenta, y de la insuperable elegancia neoplástica de la casa de ladrillo de 1922 a la vertiginosa disolución del escenario arquitectónico en la no construida casa Resor de 1938 —su primer proyecto americano, diseñado en la época de mudanza de Berlín a Chicago, y precisamente por ello el único que figura en ambas exposiciones—, los dibujos, collages y montajes fotográficos de sus proyectos no ejecutados transmiten tal energía intelectual y tal intensidad emocional que merecen, más aún que las obras, el apelativo de «máquinas de meditar» que les diera Richard Padovan. En ellos, el minimalismo suntuoso de vidrio y acero con que habitualmente asociamos al arquitecto deja paso a la pasión espiritual del lector de teólogos como Romano Guardini o Rudolf Schwarz, y la reducción de la arquitectura a una construcción que exprese la naturaleza de los materiales se retira en beneficio de una búsqueda trascendental y metafísica de la verdad arquitectónica a través de la negación de la forma. También aquí, acaso, menos sea más, y el cenit de Mies coincida con su nadir.

The court-house emerged at the Bauhaus as an exercise, later proposed by Mies to his Chicago IIT students. Far left, Court-House with Garage (1934) and Lange House (1935), two variations of the original scheme.


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