En su obra Principes de géographie humaine, publicada en 1921, el geógrafo Paul Vidal de la Blache evoca «[los] arcos de medio punto y [las] cúpulas, toda esa floración maravillosa expresada alternativamente en el arte egipcio y helénico, y en el de Roma y Bizancio». Y añade: «No es una lección artística lo que buscamos en los monumentos o en las ruinas tumbadas por el suelo, sino un ejemplo del poder del tiempo sobre las construcciones del hombre.» Este propósito se anticipa en sólo algunos meses al de Le Corbusier, que en 1922 publicaría su propia ‘leçon de Rome’ en L’Esprit nouveau, y después en Vers une architecture, en 1923. En este último enuncia los «tres avisos» a los arquitectos, y conmina a sus lectores a que abran sus «ojos que no ven» para prestar atención a tres tipos de objetos mecánicos. Pero formula sólo una ‘lección’: la de Roma, a la que dedica 21 de las 218 ilustraciones de su más famoso manifiesto.
Le Corbusier no había visitado la capital italiana en su viaje de 1907, y es en octubre de 1911 cuando finalmente llega allí tras un largo rodeo por los Balcanes, Turquía y Grecia, pese a que Roma podría haber sido el primer destino de su periplo. Con todo, un primer viaje le había conducido ya a Roma a través de las páginas de Der Städtebau nach seinen künstlerichen Grundsätzen (Planificación urbana según principios artísticos) (1889), de Camillo Sitte, y de Platz und Monument (Plaza y monumento) (1908), de Albert Erich Brinckmann, que había podido estudiar en las bibliotecas de Múnich, y que le habían iniciado en el urbanismo de la Roma antigua y las plazas de la moderna. La única huella concreta de estas lecturas será una recomendación que incluirá en el manuscrito de ‘La construction des villes’ (1910-15): «Extender la noción de protección de los edificios, las calles, los espacios abiertos, los perfiles de la ciudad (Roma: el monumento a Víctor Manuel, el barrio cercano a San Pedro, las riberas del Tíber y el Castillo de Sant’Angelo)»...