El Ayuntamiento de Madrid revisa el Plan General de 1997 a través de dos documentos de trabajo: un Preavance y un Avance. Despojados de toda la parafernalia técnico-administrativa, estos documentos iniciáticos reflejan con claridad el sustento teórico y cultural que orienta la interpretación de la ciudad existente y su posible proyecto hacia el futuro. Se trata de documentos que, a mi juicio, merecen un alto reconocimiento disciplinar por su modo de revisar el Plan de 1997 desde un cambio radical de enfoque en el que se contrapone claramente el ‘urbanismo de recualificación’ frente al modelo de ‘urbanismo de expansión’. Es decir, una apuesta clara por lo que podríamos definir con ‘hacer ciudad en la ciudad’.
El Plan de 1997 propició un marco legal que amparó una política desarrollista al servicio del negocio inmobiliario, abandonando la ciudad existente. Como denuncia David Harvey, imperó la primacía de la «urbanización capitalista» frente a la construcción de la «ciudad socialista», es decir, la ciudad solidaria, civilizada y culta. Esta política desarrollista se hizo visible de forma espectacular en los PAUs, disparatados desarrollos que, como excrecencias, rodearon Madrid, ofertando suelo para 200.000 nuevas viviendas que, como la crisis ha demostrado, no eran ni necesarias ni viables. En contraste con este modelo, el Preavance propone desclasificar la mayoría de estos PAUs o, al menos, reducir su tamaño y su edificabilidad, oponiendo a su desarrollo extensivo una concentración en desarrollos compactos y mixtos, aprovechando lo que de útil y compatible con la ciudad actual puedan ofrecer las infraestructuras ya ejecutadas.
Pese a algunas graves equivocaciones, como la llamada «nueva centralidad Norte» basada en la Operación Chamartín —un auténtico disparate urbanístico y una anunciada ruina económica semejante al soterramiento de la M-30—, el Avance propone una saludable política de recualificación y compleción de la ciudad existente, ‘hacer ciudad en la ciudad’ a través de líneas de actuación básicas, como la delimitación de «áreas de vulnerabilidad» —que exigen intervenciones preventivas—, un «programa de bulevarización» de un amplio conjunto de calles en las que se reduciría el asfalto para ampliar aceras o medianas concebidos como recorridos territoriales apoyados por un potente arbolado, y, finalmente, la implantación de nuevos equipamientos que, más allá de su función, se consoliden como hitos arquitectónicos capaces de recualificar físicamente la ciudad. «Nada hace tanta ciudad como un buen edificio», afirmaba Manuel de Solà-Morales.
Un plan urbanístico debe cumplir al menos tres condiciones y albergar tres contenidos: ser un proyecto cultural que, partiendo de un entendimiento profundo de la ciudad existente, proponga una ciudad del mañana más bella y más justa; ser una manifestación pública de las intenciones que los poderes públicos pretenden implantar en la ciudad para que los ciudadanos puedan conocerlos y controlarlos, al mismo tiempo que unas normas que acoten las actuaciones públicas y privadas; por último, ser una herramienta para gobernar la ciudad, no sólo para encasillarla en un instrumento normativo. Así las cosas, es lógico pensar que los principios políticos que inspiran un plan sean acordes con la ideología de los Gobiernos que deberán desarrollarlo. Y aquí está el gran fraude de esta revisión del Plan General de 1997, pues dado el compromiso de los Gobiernos madrileños con una ideología neoliberal y su defensa de la ‘desregulación’, no puede ser creíble que puedan formular un Plan real o que, de hacerlo, lo asuman como marco de la acción. Por ello, no creo que el ‘buen Plan’ elaborado por la Oficina Municipal vaya a llevarse a término, salvo que se anulen sus elementos más progresistas o que se asuma como una simple cobertura cultural y administrativa, vulnerable cuantas veces sea necesario bajo la presión de los mercados o los caprichos de los poderes públicos.