Pequeño gran hombre

Luis Fernández-Galiano 
01/01/2013


Paulo Mendes da Rocha es un hombre menudo que ha construido obras colosales. Delicada y brutal, su arquitectura expresa con refinada contundencia las convicciones y sueños de la generación que fue joven en los turbulentos años sesenta del siglo pasado. Atentos a la lógica de la técnica, y fascinados por las proezas estructurales, aquellos jóvenes asumieron también con frecuencia una postura crítica frente a la sociedad industrial, y un compromiso político frente a los poderes establecidos que se manifestó en París, Praga o Ciudad de México, alimentando la resistencia frente a las dictaduras militares de la época en el sur del continente americano. La Escuela Paulista —que protagonizaría junto a Vilanova Artigas— expresaría ese talante con obras de gran atrevimiento estructural y provocación programática, en el empeño por fusionar la aspereza lírica del último Le Corbusier (que inspiraría también las audacias constructivas de Tange o Testa) con la subversión de los límites entre lo íntimo y lo público, y entre ciudad y paisaje.

La levedad titánica de estas construcciones que se abren al ámbito colectivo, colocando la rigurosa geometría de sus formas sobre el orden azaroso de la geografía o la circunstancia urbana, reconcilian en efecto lo doméstico con lo político, pero a la vez reúnen el logro estructural con la minuciosidad del detalle en una síntesis técnica y poética. Esta galaxia oximorónica de oposiciones se expresa de manera elocuente en el contraste entre las diminutas maquetas que emplea el arquitecto para imaginar sus obras y los grandes planos de estructuras que sirven para construirlas, reuniendo la inteligencia del artista con la del ingeniero para conformar invenciones que, como asegura García del Monte, no necesitan materializarse para ser edificios. De hecho, las tres obras que Wisnik destaca como esenciales son difíciles de apreciar en su realidad construida —poco accesible y deteriorado el Gimnasio Paulistano, desaparecido el pabellón de Osaka, y tristemente alterado el Museo de Escultura— y eso en nada modifica su valor intemporal.

Trabajando como siempre desde su destartalado estudio de São Paulo, este creador comprometido con su país y su gente recibió en 2006 el premio Pritzker en los solemnes salones del Palacio de Dolmabahçe, frente al mismo Tayyip Erdogán que estos días se enfrenta a un hervor de protestas populares no muy diferentes de las que sacuden Brasil —en ambos casos motivadas por conflictos urbanos—, y donde el coréografo Erdem Gündüz ha desafiado al régimen permaneciendo inmóvil en la plaza Taksim: sólo un “hombre de pie”. Mendes da Rocha inauguró en Japón su obra más emocionante en 1970, y ese año Arthur Penn estrenó Little Big Man, mostrando con Dustin Hoffman la dignidad del individuo valeroso, el ciudadano de pie que hallamos igual en Estambul o en São Paulo; en la película, el jefe indio Dan George ve frustrados sus deseos de entregarse al Gran Espíritu: «A veces la magia funciona, y a veces no.» El pequeño gran arquitecto brasileño usa también la magia y, funcione o no, continúa de pie.



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