Cuando despertó, la crisis todavía estaba allí. Parafraseando el microrrelato de Monterroso, nos refugiamos en el fértil territorio de los proyectos y los sueños para eludir enfrentarnos con la desolación de un paisaje profesional y personal que ha sufrido un tsunami devastador, pero cuando abrimos los ojos, el dinosaurio de la crisis sigue testarudamente con nosotros, condicionando cada actuación y cada gesto. Transcurridos casi seis años desde la bancarrota de Lehman Brothers en 2008 —un nefasto 15 de septiembre que acaso marque un punto de inflexión más indeleble que el trágico terror del 11-S— España sigue sumida en el marasmo económico, político y social, y los jóvenes buscan el optimismo y la promesa de la botella medio llena con proyectos minúsculos que les permiten libertad experimental y les otorgan gratificación sentimental: son obras pequeñas en la dimensión y grandes en la ambición, el esfuerzo y el talento, que colectivamente cristalizan un retrato pixelado del país en esta hora.

En el primer año de la crisis, nuestra revista hermana AV señaló sus primeros veinticinco años con cincuenta obras mínimas (AV 140, 2009), y en esa ocasión presentábamos el número con los esperables ejemplos luminosos de arquitecturas diminutas y diminutivas, del Tempietto a San Carlino, y las inevitables referencias a las virtudes de lo pequeño, promovidas en la contracultura de los años setenta con la divisa acuñada por E.F. Schumacher en un libro cuya edición española publiqué por entonces, y que ahora sirve como título para el artículo introductorio de Emilio Tuñón. Pero un lustro después de aquel número el dinosaurio sigue aquí, y el empeño por hallar belleza en lo pequeño y salud en la cura de adelgazamiento a la que se ha sometido la arquitectura comienza a sonar hueco y a dar muestras de desfallecimiento. El esfuerzo de recuperación se desbarata en los diques de unas élites ensimismadas, y la agitación propositiva de los jóvenes se diluye en desaliento o se agosta en fatiga.

La voluntad de hacer arquitectura en un entorno hostil dice mucho de la tenacidad resistente de esta nueva generación, capaz de hallar desafíos técnicos, programáticos y estéticos en encargos de escasa dimensión. Sin embargo, no es seguro que el futuro de una profesión que procura reinventarse se halle necesariamente en la pequeña escala, por más que muchas de estas intervenciones nos conmuevan con la intensidad insensata y obsesiva de su devoción disciplinar. La imagen de portada, un pavimento italiano que Izaskun Chinchilla ha combinado azarosamente, evocando con el artificio cromático de las vetas de la madera una genealogía artística que remite al cubismo a través de la interpretación pop de Eduardo Arroyo o el Equipo Crónica, es buen ejemplo de esa dedicación emocionante y excesiva. Cuando el suelo urbano del mundo se ha triplicado desde el año 2000, es lícito preguntarse si el papel de los arquitectos no reclama otras escalas, y acaso también otras geografías.


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