Pasados presentes
Transformaciones del patrimonio industrial
Vivimos en tiempos interesantes, y el desvanecimiento en el aire de las certezas antes sólidas también tiene que ver con la arquitectura. A la proliferación de arquitectos y su precarización, al agotamiento de los sistemas de concursos y al cambio de modelo profesional se suma un hecho que sigue costando asimilar a quienes ejercen y enseñan la arquitectura: que ahora el objeto del trabajo es menos contruir en la tabula rasa que construir sobre lo construido.
Occidente es viejo, también en lo material. Cada vez damos más importancia al patrimonio y buena parte de la ingente masa de construcciones que trajo consigo el desarrollismo del siglo xx se encuentra obsoleta, ora porque ha perdido su uso original, ora porque el diente del tiempo y su hermana la entropía han roído sus fachadas, pavimentos y estructuras. Así, pensar la arquitectura hoy es en buena parte pensar la arquitectura del pasado.
La primera hornada de pensamiento patrimonial tuvo que ver con los monumentos en tono mayor: catedrales, monasterios, palacios, ciudades. Hoy el trabajo de pensar el pasado se extiende al campo, mucho más amplio, de los monumentos menores: edificios pragmáticos que concitaron las ambiciones de su época pero que hoy ni valen para desempeñar su función original ni suelen contar con el consenso para convertirse en monumentos indiscutibles.
A esta monumentalidad en tono menor pertenecen los edificios industriales, muchas veces formalmente poderosos, pero que, por su tamaño y especificidad, suelen ser reacios a la transformación funcional. De ahí que la solución para ellos haya consistido, generalmente en convertirlos en contenedores culturales. No solo porque sus grandes luces y espacios de calado se avengan bien con la condición contemporánea del arte y la voluntad de contar con espacios flexibles y cambiantes, sino también porque sus atmósferas, materiales y geometrías aluden por sí mismas a la condición más amplia que hoy se adjudica a la cultura, que ya no tiene que ver tanto con museos y galerías de arte cuanto con todos aquellos edificios que expresen con sinceridad un determinado modo de ver el mundo. ¿Y qué hay más expresivo de ciertos valores que una fábrica?
Este poder de evocación y esta capacidad de incluir el presente en el pasado son características de las obras europeas que hemos seleccionado en este dossier. La primera, de Mestres Wåge, Mendoza Partida y BAX studio, ha consistido en la transformación en museo de arte del silo que construyó el pionero del funcionalismo Arne Korsmo en Kristiansand (Noruega). La segunda, de Prokš Přikryl, ha dado pie a la creación de un espacio cultural en el poderoso recinto de los Molinos Automáticos construido por el arquitecto ‘cuborracionalista’ Josef Gočár en Pardubice (República Checa). Y el tercero, de Assemble y BC Architects, ha convertido una vieja nave de fabricación de maquinaria de tren en un laboratorio de diseño circular.