Melancolía y metafísica
Eduardo Souto de Moura es autor de obra escueta, limitada en el número y lacónica en la cualidad. El conjunto que aquí se presenta, más obras esenciales que obras escogidas, recorre su trayecto completo, desde su esforzado aprendizaje con Álvaro Siza Vieira hasta la consagración mediática del premio Pritzker: un viaje testarudo de las raíces que se hunden en el humus local a las ramas que se extienden por el firmamento global. Interpretando su itinerario con los jalones de los proyectos, esta publicación no es tanto una biografía (profesional) autorizada como una aproximación a la autobiografía científica que, evocando a su admirado Aldo Rossi, algún día Souto deberá ofrecernos.
Teñida de melancolía desde su primera posta —ese mercado de Braga al que el arquitecto regresa para enmarcar con música y danza una estoa floral que exhibe su demolición incompleta como un cuarto orden—, la ruta persigue un empeño de depuración metafísica que se extiende hasta los últimos proyectos, lejanos ya de la saudade de Oporto pero empeñados todos en un ensimismamiento solipsista, como corresponde a arquitecturas que extraen su naturaleza más de su obstinada identidad que del contexto azaroso. Este último Souto se va por las ramas, pero cada brote suspendido en el aire del mundo sigue alimentado por la savia que mana desde su cepellón de arraigo y pertenencia.
La robustez de la obra se afirma en sus orígenes, por más que estos no se hallen tanto en la canónica sucesión Távora-Siza-Souto que en su momento se acuñó como Escuela de Oporto, sino en la secuencia Mies-Rossi-Souto: una anatomía de las influencias de mayor fertilidad interpretativa, aunque no refleja de la misma forma los vínculos vitales. El rigor geométrico, la disciplina del detalle y la abstracción despojada de Mies van der Rohe se matizan en Souto con la pasión vernácula, la nostalgia formal y la figuración esencial de Rossi, un maestro cuya triple fidelidad a Mies, Loos y Tessenow marcó a una generación europea, que halló en el milanés su referente artístico e intelectual.
De ese momento y esas inquietudes son también partícipes arquitectos como Herzog y de Meuron o Chipperfield, y no es casual que el portugués haya transitado desde las exactas casas de piedra y vidrio de sus inicios —tan densamente materiales como las primeras de los suizos— hasta el monumental bodegón metafísico de Santa Coloma, que resulta inevitable comparar con los prismas impávidos del británico en Barcelona. Acaso esta compañía sea más apropiada para Souto que la sugerida por los que lo asocian a Murcutt o Zumthor en reductos de excelencia local; si así fuese, la creciente internacionalización de su trabajo no arrojaría la amenaza de la sombra sobre una obra luminosa.
Luis Fernández-Galiano