La ‘Edad de Plata’ de la cultura española tuvo su acrópolis en la Colina de los Chopos, con obras míticas como la Residencia de Estudiantes, la Fundación Rockefeller y el Instituto- Escuela; pero ese conjunto académico en los Altos del Hipódromo sería sólo el laboratorio para el proyecto más ambicioso del racionalismo madrileño, la Ciudad Universitaria, un colosal empeño colectivo iniciado bajo la Monarquía de Alfonso XIII, construido en buena medida durante la República, gravemente dañado en la Guerra Civil —el frente de la defensa de Madrid convirtió el campus en un laberinto de trincheras entre edificios en ruinas, como puede verse en el plano militar— y terminado por el régimen de Franco. El único edificio que llegó a estar en uso durante la República fue el de la Facultad de Filosofía y Letras, proyectado por el arquitecto Agustín Aguirre —arriba, en un dibujo suyo posterior a su reconstrucción—, que se inauguró en 1933 tras construirse en sólo seis meses, y cuyo 75 aniversario ha propiciado ahora una melancólica exposición de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y el Ayuntamiento de Madrid, coordinada por los profesores Santiago López-Ríos y Juan Antonio González Cárceles (que se han ocupado también del voluminoso catálogo) con el ánimo de documentar a la vez la obra de Aguirre y los logros académicos del decano Manuel García Morente, que aglutinó en torno a la Facultad figuras como las de José Ortega y Gasset, María Zambrano, Américo Castro o Claudio Sánchez-Albornoz, protagonistas de un momento de esplendor de la universidad española.
Desde el prisma de la arquitectura, este esfuerzo conmemorativo tiene el interés de volver a llamar la atención sobre el peculiar racionalismo de la que Carlos Flores llamó Generación del 25 —fecha de no especial relevancia, por más que coincidiera con la exposición parisina del Art Déco y la publicación orteguiana de La deshumanización del arte—, un grupo de arquitectos aglutinados en Madrid alrededor de un funcionalismo sobrio y cerámico que se apartaba mucho del corbusianismo náutico y blanco del GATEPAC. A este grupo se adscribirían los jóvenes arquitectos a los que el experimentado profesional Modesto López Otero —que tenía a su cargo toda la operación de la Ciudad Universitaria— encomendó las diferentes sedes académicas, sanitarias y residenciales: Agustín Aguirre, Miguel de los Santos, Manuel Sánchez Arcas y Luis Lacasa (elegidos todos por su destacada participación en el entonces reciente concurso para el Instituto de Física y Química de la Fundación Rockefeller), equipo al que se añadió Pascual Bravo —que realizaría la Escuela de Arquitectura— y el ingeniero Eduardo Torroja, autor de un sinnúmero de puentes y viaductos en el accidentado terreno del campus, amén de la estructura en hormigón de los edificios.
El espíritu de esta generación, heredera —como subraya Sofía Diéguez Patao en el libro que le dedicó hace ya una década— del magisterio de Leopoldo Torres Balbás y en buena medida también de la arquitectura del institucionista Antonio Flórez (que construyó, además de la Residencia de Estudiantes, multitud de escuelas normalizadas), se expresa bien en una cita de Luis Lacasa que recoge Javier García-Gutiérrez Mosteiro en su excelente contribución al catálogo ahora reseñado. Dice el arquitecto que su proyecto para el Instituto Rockefeller «es simplemente de trayectoria racionalista, del racionalismo americano de dentro afuera, y no del europeo de fuera adentro». Es ese racionalismo no estilístico el que caracterizó a esta generación, polémicamente enfrentada al racionalismo corbusiano de la revista AC, el de su líder José Luis Sert (con el que sin embargo Lacasa colaboraría en el pabellón de París de 1937), o el del inquieto y cosmopolita Fernando García Mercadal. Pero «los que no hemos aceptado las teorías de Le Corbusier tenemos que afrontar, al exponer nuestra opinión, el peligro de que se nos tilde de reaccionarios», y ese lamento de Lacasa entra en resonancia con la respuesta de dos miembros de esa misma generación, Carlos Arniches y Martín Domínguez —autores del Instituto-Escuela y, con Torroja, del Hipódromo de La Zarzuela—, a una encuesta de Mercadal sobre el racionalismo: «¿Qué entiendes por arquitectura racionalista? La que nosotros practicamos nos parece razonable; no sabemos si te parecerá racionalista».
Con la perspectiva que otorga el tiempo transcurrido, la arquitectura realista y pragmática de la Generación del 25 semeja más eficaz y progresista que la modernidad ortodoxa del Estilo Internacional, y muy singularmente de su versión francesa, con su énfasis retórico en la sintaxis cubista y la figuración maquinal. Los arquitectos de Madrid, influidos por el racionalismo cerámico alemán y norteamericano, procuraron reconciliar la innovación con la continuidad en los materiales, las técnicas y los tipos: un empeño reformista y ‘razonable’ que fue interrumpido por las tormentas de los totalitarismos revolucionarios en las trincheras de la Guerra Civil, y que todavía no ha recibido en la historia de la arquitectura el lugar que merece.