El exilio ha sido consustancial a buena parte del paisaje social del siglo XX. Y los arquitectos, dada la dimensión política de su trabajo, no han quedado al margen de esta particular circunstancia. Carlos Arniches y Martín Domínguez, a cuyas trayectorias profesionales el Museo ICO dedica una retrospectiva comisariada por Martín Domínguez Ruz y Pablo Rabasco, no fueron ajenos a esta condición, pues sus vidas quedaron truncadas por el estallido de la Guerra Civil española.
Martín Domínguez (San Sebastián, 1897) fue un significativo representante de la España peregrina del exilio. Desde principios de 1937 vivió en Cuba y a partir de 1960 en Estados Unidos, paseando su condición de trasterrado y su fidelidad a las ideas republicanas y liberales (había sido próximo a Izquierda Republicana, el partido político fundado por Manuel Azaña). Carlos Arniches (Madrid, 1895) sufrió el no menos penoso exilio interior y formó parte de la desvalida casta de los ‘Ellos’, no participando del acogedor ‘Nosotros’ de los vencedores, como precisó su buen amigo Fernando Chueca Goitia en su libro Materia de recuerdos.
Fue precisamente Fernando Chueca quien escribió su obituario en el madrileño diario ABC cuando falleció en Madrid en 1958. Tras la muerte de Martín Domínguez en Nueva York en 1970, fueron las palabras de otros exiliados españoles como Félix Candela y Francisco García Lorca, junto con las del influyente crítico de arquitectura Colin Rowe y las del decano Kelly, las que se oyeron en el funeral laico celebrado en la Universidad de Cornell, en cuyo College of Architecture, Art and Planning había enseñado.
Los caminos profesionales de Arniches y Domínguez habían comenzado en el Madrid de los felices años veinte, en cuya Escuela Superior de Arquitectura ambos se habían titulado, respectivamente, en 1923 y 1924. Durante aquellos años quedaron vinculados a los miembros más conspicuos de la Generación del 27. Martín Domínguez lo haría sobre todo al grupo capitaneado por los poetas Federico García Lorca y Emilio Prados (durante sus años de estudiante había convivido con ellos en la Residencia de Estudiantes). Carlos Arniches lo estaría al grupo formado por los humoristas Edgar Neville (para el que ambos proyectaron su casa madrileña, localizada en un ático con vistas al parque del Retiro, de la que Le Corbusier salió estupefacto tras la visita que le organizaron sus autores en mayo de 1928), Antoniorrobles, Tono o López Rubio, con los que mantuvo un estrecho contacto a través de su padre, el célebre sainetero y dramaturgo del mismo nombre.
No obstante, los dos nombres tutelares que ambos tuvieron como referentes fueron Secundino Zuazo, por un lado, y José Moreno Villa, por otro. A Zuazo estuvieron vinculados profesionalmente como colaboradores de su estudio. Y con él llegaron a firmar algunos proyectos, como el café Zahara y la estación de enlaces ferroviarios de Nuevos Ministerios. También firmaron algún proyecto con otro arquitecto sénior como Amós Salvador. Moreno Villa fue, por el contrario, su mentor intelectual a través del magisterio ejercido desde su labor como crítico de arquitectura, vertida en sus conferencias y en sus artículos en la revista Arquitectura y en el diario madrileño El Sol, el mismo donde Arniches y Domínguez publicaron una página semanal entre 1926 y 1928, con el título que da nombre a la exposición, ‘La arquitectura y la vida’.
En el Madrid de la República
Su trabajo de aquellos años, el realizado hasta julio de 1936, definió la imagen más refinada y progresista del Madrid republicano, como fue señalado en su día por Oriol Bohigas en su imprescindible libro Arquitectura española de la Segunda República. En ello tuvo mucho que ver que Arniches y Domínguez estuvieran estrechamente vinculados al proyecto modernizador de la Institución Libre de Enseñanza y sus centros afines. De hecho, Carlos Arniches fue nombrado en 1927 arquitecto de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, organismo para el que trabajaron hasta el estallido de la Guerra Civil.
Ambos construyeron, a partir de 1930, los dos nuevos pabellones del Instituto-Escuela, para la Sección de Altos del Hipódromo, en la madrileña Colina de los Chopos. El Instituto-Escuela, fundado en 1918, estuvo concebido como una escuela experimental, además de centro de formación del profesorado, cuyas iniciativas pedagógicas pretendían extenderse a toda la enseñanza pública una vez probadas y ensayadas. Del pabellón de Bachillerato destacaba el doble cuerpo del aulario, «que descansa sobre columnas de hormigón armado, de color azul claro, y cubre una parte del patio que, durante el verano, sirve para dar clases al aire libre, y como lugar de recreo en los días de mal tiempo. Las cubiertas son planas y forman así azoteas […] adecuadas para tomar baños de sol y hacer ejercicios gimnásticos», como puede leerse en la memoria del proyecto. Respecto del modélico pabellón de Párvulos, su vanguardista arquitectura fue un ejemplo paradigmático entre las nuevas construcciones escolares, donde la innovadora concepción arquitectónica de sus aulas propiciaba la creación de espacios más flexibles y relacionados con el exterior. Además, las marquesinas, fruto de la colaboración de los arquitectos con el ingeniero Eduardo Torroja, marcan de forma definitiva la secuencia de aulas y huertos escolares del nuevo pabellón.
Arniches y Domínguez proyectaron también un nuevo edificio para albergar una sala de conferencias, biblioteca y aulas para la Residencia de Estudiantes, centro inspirado en el modelo de los colleges ingleses y favorecedor de un espíritu de unión e intercambio entre ciencia y cultura cuyo exitoso programa de actos públicos hizo que pronto necesitara abordar su ampliación con la construcción de un moderno auditórium. Inaugurado en 1933, y transformado después de la Guerra Civil por Miguel Fisac en la iglesia del Espíritu Santo, el auditórium articulaba sus funciones en torno a un patio claustral, que aún se conserva, de amplias arquerías clásicas construidas en ladrillo visto a partir de una depurada abstracción compositiva de filiación novecentista.
Finalmente, el nuevo pabellón de dormitorios de la Residencia de Señoritas, un centro universitario creado por la JAE destinado a incentivar la incorporación de la mujer a la enseñanza superior que funcionó desde 1915 hasta 1936 bajo la dirección de María de Maeztu. Fue proyectado por Carlos Arniches en solitario en 1932 y su arquitectura constituye la expresión de un racionalismo contenido y sobrio a la par que atento a su localización urbana en una esquina del ensanche madrileño. El proyecto arquitectónico se completaba con el diseño de un refinado mobiliario.
Ambos fueron también arquitectos del Patronato Nacional de Turismo, para el que realizaron casi una docena de albergues de carretera a los que trasladaron un denodado interés por la tradición desde unas pautas de confort y funcionalidad plenamente modernas. La obra de Manuel Azaña La velada de Benicarló transcurre en uno de ellos.
Su obra de mayor interés y proyección fue, sin duda, el Hipódromo de la Zarzuela. Fruto de un concurso de anteproyectos convocado en 1934 por el Gabinete Técnico de Accesos y Extrarradio de Madrid —toda vez que la localización del Hipódromo Real al final del paseo de la Castellana obstaculizaba los planes de desarrollo de la ciudad hacia el norte definidos en el plan Zuazo-Jansen—, la propuesta de Carlos Arniches y Martín Domínguez y el ingeniero Eduardo Torroja fue elegida ganadora entre las nueve que se presentaron por un jurado compuesto por José Fonseca, Luis Goyeneche, José de Lorite, Manuel Sánchez Arcas y Alberto Laffón.
La historia de la construcción del Hipódromo de la Zarzuela tuvo un momento dramático durante la Guerra Civil. Los bombardeos que cayeron sobre el edificio, en avanzado estado de construcción, hicieron que sufriera importantes daños debido a su localización en el frente de guerra durante el asedio a la ciudad por parte de las tropas franquistas. No sería inaugurado hasta 1941, ya sin el concurso de los arquitectos, exiliados y depurados profesionalmente. Hoy, unánimemente, es considerado una obra maestra de la arquitectura española de la primera mitad del siglo xx. No obstante, respecto del hipódromo y su valoración historiográfica siempre ha pesado un prejuicio, aquel que entiende que en su conjunto la arquitectura perjudica a la obra de ingeniería. Sin embargo, ambos lenguajes se apoyan y refuerzan. Así, a la sabiduría vernacular de su implantación en el lugar y la gravedad de las depuradas arcadas se contrapone la ligereza de los hiperboloides de las cubiertas laminares de hormigón armado de las marquesinas de las tres tribunas. El Hipódromo de la Zarzuela es, en definitiva, una obra de síntesis.
Posguerra y exilio
Tras la Guerra Civil, Carlos Arniches inició un discreto exilio interior rodeado de amigos como Fernando Chueca Goitia, Alfonso Buñuel, José Bello y Domingo Ortega, incluido un jovencísimo Juan Benet, entre otros. Después de cumplir las sanciones impuestas en su proceso de depuración, realizó dos poblados para el Instituto Nacional de Colonización: Algallarín, en la provincia de Córdoba, y Gévora, en la de Badajoz. También un puñado de casas unifamiliares, entre ellas la que construyó para Concha e Isabel García Lorca cuando volvieron del exilio norteamericano en 1951: una hermosa y sencilla casa de campo situada en la localidad madrileña de Meco que hacía del uso del lenguaje popular una obra de vanguardia. La podemos conocer a través de la película Yo creo que, de Antonio Artero.
Tras la depuración sufrida al finalizar la Guerra Civil, Arniches proyecta los pueblos de colonización de Gévora y Algallarín, donde mantiene su estilo basado en el equilibrio entre lo moderno y lo vernáculo.
Por su parte, Martín Domínguez realizó en la Cuba de Fulgencio Batista una significativa y abundante obra, identificada con los nuevos postulados del Movimiento Moderno surgidos tras la ii Guerra Mundial, como los multifuncionales edificios Miralda y Radiocentro, con Emilio del Junco y Miguel Gastón, o el edificio FOCSA, con Ernesto Gómez Sampera, ambos en La Habana. Junto a estas arquitecturas de visión cosmopolita, desarrolló también un amplio trabajo en el campo de la vivienda social. Con la llegada de Fidel Castro al poder sufrió un segundo exilio, estableciéndose definitivamente en Estados Unidos, donde fue profesor en la Universidad de Cornell y realizó la casa Lennox, su última obra.
Entre su salida de España y su establecimiento definitivo en EE UU, Martín Domínguez construye en Cuba edificios multifuncionales con un lenguaje inspirado en la modernidad más cosmopolita de posguerra.
La arquitectura de Arniches y Domínguez abogó por una vía de conciliación, tal y como planteó Adolf Behne ?cuyas ideas había difundido en España Moreno Villa? en su libro Der moderne Zweckbau: «Nos parece que toda construcción comporta el carácter de un compromiso: entre la finalidad y la forma, entre el individuo y la sociedad, entre la economía y la política, entre la dinámica y la estática, entre elocuencia y uniformidad, entre cuerpo y espacio, y que el estilo no es otra cosa que la versión concreta, que en cada momento corresponde, de este compromiso». Desde unas coordenadas equivalentes, a Arniches y Domínguez les gustaba utilizar la expresión ‘arquitectura razonable’.
Salvador Guerrero es profesor de Historia de la Arquitectura en la ETSAM.