Llámame Glenn

Las casas de chapa y vidrio de Glenn Murcutt son tan espontáneas como su autor, un australiano que ha alcanzado la fama trabajando en solitario.

Luis Fernández-Galiano 
16/02/2002


Señor Murcutt... «¡Llámame Glenn!» En el primer contacto, el arquitecto reclama la cordialidad coloquial, y apea el tratamiento con la contundencia inequívoca de quien desea ir al grano cuanto antes. Las obras de Glenn Murcutt —casas en su mayoría— se presentan con la misma inmediatez, evitando los formalismos convencionales y dirigiéndose al núcleo del asunto con expeditiva naturalidad. A sus 65 años, el admirado maestro australiano se viste y se comporta como un granjero acomodado y jovial, viajando con frecuencia para atender sus compromisos públicos o docentes en el hemisferio norte, sin que sus ausencias periódicas de Sidney parezcan afectar gran cosa a su estudio unipersonal, donde los futuros clientes de sus galpones domésticos de vidrio y chapa se resignan a guardar turno durante años en una lista de espera. Y ese talante décontracté, propio de un relajadamente laborioso country gentleman, es el que tienen también sus edificios, cuya sencillez amable, utilitaria y off-the-shelf es únicamente el rostro distendido de una inmensa sabiduría constructiva, climática y paisajística.

Entre eucaliptos, como la casa Ball-Eastaway, o en paisajes abiertos, como la casa Marie Short: la obra doméstica de Murcutt representa una ‘manera australiana’ de entender la arquitectura desde la intimidad con el medio.

Aunque nacido en Londres por un azar viajero de sus padres, Murcutt es tan arquetípicamente australiano como sus obras. Australiano, entiéndase, no a la manera Cocodrilo Dundee que tópicamente circula por estas antípodas, sino como una combinación de la integridad inteligente de Rusell Crowe y la exactitud emocional de Nicole Kidman, representantes complementarios de una Australia cosmopolita que ha dejado atrás su historia ominosa de colonia penitenciaria, su mito antropológico de pureza aborigen y su utopía romántica de última frontera del planeta. El territorio de aventura es hoy un país urbano, la mayor parte de cuyos veinte millones de habitantes vive en aglomeraciones metropolitanas, y donde la existencia de inmensas extensiones escasamente pobladas se compagina con leyes de inmigración rigurosamente restrictivas, que con episodios como la negativa a permitir el desembarco de los náufragos afganos recogidos por el carguero Tampa, o los prolongados internamientos de ilegales asiáticos en centros de detención, han empañado la imagen sonriente de una Australia de canguros y tenistas.

Las secciones resumen los intereses climáticos y los métodos constructivos de Murcutt: en el croquis, casa Marika-Alderton; abajo, casas Magney y Fletcher Page; enfrente, la casa Simpson-Lee terminada y en proyecto.

La patria austral del arquitecto es más bien la que dieron a conocer los Juegos Olímpicos de Sidney, un país multicultural de robusta economía y vastos espacios que procura combinar la prosperidad con el respeto a la naturaleza, y donde el espíritu pionero está aún presente en muchos ámbitos de la vida. En la de Murcutt, el arrojo y la iniciativa autosuficiente fueron valores que experimentódesde la cuna, como hijo de un admirador de Thoreau que fue sucesivamente buscador de oro, carpintero, promotor y arquitecto amateur, y junto al cual el joven Glenn se familiarizó con los materiales y las técnicas de la construcción. Sus estudios de arquitectu-a en Sidney durante los años cincuenta le convirtieron al evangelio miesiano que por entonces se promovía en la California de Neutra y Ellwood, y su etapa de prácticas en distintas oficinas australianas y británicas durante los sesenta reforzaron su adhesión a la modernidad relajada y regional de la Costa Pacífica de los Estados Unidos, enriquecida con los inevitables ecos japoneses, y matizada por una íntima afinidad con las arquitecturas escandinavas de esa época, cuyo empirismo humanista, valoración de lo vernáculo y devoción por el paisaje entraban en resonancia con la popularidad de Aalto y la presencia de Utzon en Sidney durante los primeros años de la construcción de su emblemática ópera sobre la bahía.

Al abrir su propio estudio en 1969, Murcutt es sin duda un profesional de gusto refinado y amplia experiencia, pero las primeras casas que construye para sí mismo, su hermano Douglas o Laurie Short son ejercicios que se alimentan disciplinadamente de la Casa Farnsworth de Mies van der Rohe o de las Case Study Houses californianas, rigurosas cajas de vidrio que sólo se permiten la somera adaptación climática de los vuelos y los porches. El punto de inflexión para el australiano llega en 1973, tras un viaje europeo en el que descubre la Maison de Verre —un experimento higienista y mecánico construido entre 1927 y 1931 por Pierre Chareau que ha inspirado también buena parte de la alta tec-nología del pasado siglo, de Jean Prouvé a Norman Foster—, y el racionalismo poético y pragmático de la casa parisina le anima a enriquecer la universalidad moderna de las mallas geométricas con unas nuevas herramientas materiales y formales: productos de catálogo, celosías de almacén y chapas corrugadas que transforman las cajas transparentes en naves extrusionadas de cubiertas curvas y sabor industrial, galpones anónimos y exquisitos que se materializan por primera vez en la casa de Marie Short en Kempsey (más tarde adquirida por el propio arquitecto), y que a partir de entonces proliferan en una espléndida floración de arquitecturas domésticas elementales y elegantes, en sintonía con el sol, el viento o la lluvia de los paisajes del occidente australiano, de los bosques de eucaliptos donde se oculta la casa Ball-Eastaway a las áridas costas donde se levanta la casa Magney.

Son estos refugios fabriles y livianos, pòveros en ocasiones y ad-hoc casi siempre, los que han hecho de Murcutt un arquitecto de culto. Pero la popularidad de este vernáculo industrial de construcción meticulosa, control climático impecable y adaptación al paisaje sin suturas es inseparable del singular método de trabajo del arquitecto australiano, que no emplea ayudantes ni colaboradores, realizando por sí solo tanto el proyecto como la dirección de obra, asumiendo la plena responsabilidad personal de cada etapa del proceso y renunciando a delegar decisión alguna. Así, desde el dibujo de los planos (que ha logrado reducir a sólo 3 o 4 hojas de formato A2 —como un periódico desplegado— para cada casa, y que contienen tanto las plantas a escala 1:100 requeridas por las licencias urbanísticas como la sección a escala 1:20 donde se definen los detalles constructivos) hasta la supervisión minuciosa del último tornillo, todo se confía al cuidado de una sola persona, el propio arquitecto, que logra de esta forma un excepcional control creativo sobre la obra, y propone también un insólito modelo de ejercicio profesional, cuyo aparente arcaísmo está desmentido por la ejemplar verosimilitud que la experiencia de Murcutt testimonia.

Si el ARCO madrileño de febrero ha estado de-dicado a Australia, la Bienal de Sidney se inaugura el mes de mayo bajo el lema «(El mundo puede ser) Fantástico», y esa afirmación optimista describe fielmente la obra de Glenn. Frente al desánimo y el cinismo de tantos otros, abrumados por la exigente complejidad de la construcción contemporánea, la aventura austral de este arquitecto de las antípodas merece convertirse en una referencia de reflexión.


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