Los movimientos contra la despoblación se equivocan al constituirse en partidos políticos y concurrir a las elecciones; su representación reducirá un debate necesario de país a una negociación de concesiones.
Ni siquiera el 15-M en sus momentos más festivos, peripatéticos e inocentes concitó tantas simpatías como las que ha disfrutado el movimiento contra la despoblación. En una España donde todo lleva una etiqueta ideológica y la politización afecta hasta la intimidad, las vindicaciones ciudadanas de la España vacía inspiraban acuerdos entre quienes nunca están de acuerdo en nada. ¿Quién se iba a oponer a unas demandas tan elementales como lógicas? Estar en contra equivalía a desear el abandono, a proclamarse vaciísta y a trabajar por la decadencia demográfica y económica de las regiones despobladas, echando sal sobre su tierra quemada. Nadie defiende algo así.
En muy poco tiempo, las plataformas cívicas de las provincias despobladas se convirtieron en un movimiento popular y querido. La opinión pública celebraba su lucha, la prensa les daba voz y los políticos se hacían fotos con tractores mientras presumían de orígenes de pueblo, dando mítines en aldeas que no habían visto una campaña electoral desde El disputado voto del señor Cayo...
El País: La oportunidad perdida de la España vacía