Quizá convenga cartografiar ese país que llamo la España vacía. Lo primero que llama la atención es que es un país sin mar. Se corresponde, a grandes rasgos, con lo que geográficamente es la meseta peninsular más la depresión del Ebro. Un territorio enorme para los estándares europeos. La España vacía es un territorio enorme que, además, no tiene ciudades. He excluido Madrid de ella. Madrid sería un agujero negro en torno al que orbita un gran vacío. La población española se reparte muy desigualmente: está muy concentrada en unos pocos puntos y es casi inexistente en una gran parte del país. Vista desde el espacio, la distribución se parecería a un donut con un trozo de bollo en el centro del agujero.
Europa occidental está muy poblada y sus habitantes se reparten con uniformidad notable. Viajar en coche por Francia, Inglaterra o Alemania consiste en una sucesión de viviendas y pueblos ininterrumpida. En España, por el contrario, se pasa de unas pocas zonas con densidades medias y altas (que en ningún caso alcanzan los niveles de superpoblación) a regiones vastas que están técnicamente desiertas.
Las razones de esta peculiaridad son complejas. Lo que de verdad quiero subrayar es que se trata de un desequilibrio añejo y estructural, que ni el progreso ni la riqueza han corregido, y que hace de España, en muchos aspectos, un país raro en la normalidad europea. Por eso, la imagen que los españoles tienen de su propio paisaje es más parecida a la que tienen los habitantes de otros países muchos más grandes, como Estados Unidos o Rusia. Se dice que tal o cual comarca es la Siberia española, y hay desiertos en varias regiones en los que se han rodado westerns.
Hay dos cosas que llaman la atención a un español cuando se adentra por las carreteras francesas y sigue por las belgas, las alemanas, las suizas o las austriacas. Una es el paisaje. Es un paisaje que encaja con la idea de belleza europea que nos enseñaron en los cuentos infantiles. La segunda cosa que sorprende son los pueblos. su morfología y continuidad. Un pueblo francés, uno belga, uno alemán e incluso uno italiano del norte se parece mucho más entre sí de lo que se parecen a un pueblo español. Por pequeño que sea el pueblo, parece habitado por niños, jóvenes, no tan jóvenes y ancianos. Los granjeros también puede ser jóvenes o de mediana edad. ¿Por qué sorprenden tanto estos dos hechos al viajero español? Porque en España ha desaparecido la vida granjera a pequeña escala. Cuanto más pequeño es un pueblo en España, más difícil es encontrar vecinos de menos de cincuenta años.
La morfología de los pueblos es muy distinta también. Al norte de los Pirineos todos tienen un aspecto mucho más ordenado, homogéneo y próspero. Una brecha histórica los separa. Siglos de abandono han hecho del campo español un escenario de casas apiñadas y pequeñas. En parte por el clima, para crear sombra y frescor como defensa contra un sol insoportable. En parte por la pobreza secular. El urbanismo de los pueblos del interior de España es centrípeto, mientras que los continentales tienden a lo centrífugo. Las calles se retuercen en pequeños laberintos alla maniera de las medinas árabes y el caserío forma un bloque compacto, a menudo rodeando un risco. Quienes los construyeron parecían preocupados por cómo resistir un asedio.
La diferencia de España con respecto a otros países del entorno es que, cuando el declive rural se agravó en las décadas de 1950 y 1960, el campo español partía ya de una situación calamitosa. Alemania, Francia y Reino Unido han intentado poner remedio a ese declive, algunas veces con éxito. Han conseguido retener a parte de la población joven e incluso atraer a algunos urbanitas. Pero España no tiene un programa específico.
Hablo de España, pero me refiero siempre a ese país dentro del país que es la España vacía.
Este texto es un extracto de La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, publicado por Turner (2016).