La habitación del vértigo
Cuatro torres residenciales en Nueva York
Acaso por proceder de los árboles y no haber conseguido nunca remontar a ellos, el ser humano ha tenido siempre querencia por las alturas. Primero fueron las pirámides, zigurats y torres de Babel, escaleras por las que se subía al cielo en pos de los dioses. Después vinieron las torres de las catedrales, agujas del espíritu tanto como cifras orgullosas de una cultura optimista y profundamente humana. Tras las catedrales vinieron las cúpulas, que hincharon con su sueño clasicista el perfil de las ciudades hasta que la Revolución Industrial trajo consigo las finanzas y técnicas que propiciaron el modelo más ambicioso e inquietante de la estirpe vertical: el rascacielos.
El rascacielos fue en principio mercantil, pues su carísimo empeño solo estaba al alcance de las plusvalías empresariales. Pero pronto se convirtió en ese artefacto híbrido en el que, como mostrara Rem Koolhaas, supieron convivir funciones muy diversas, como si compendiara de algún modo las latitudes diversas del capitalismo. La última etapa del modelo ha sido acaso la más decepcionante, pero también la más imprevisible: la conversión de la torre o el rascacielos en un objeto exclusivamente residencial.
Esta metamorfosis está hoy presente en muchas urbes de la globalización, pero se ha dado con mayor intensidad en la madre de todas ellas, Nueva York, que a lo largo de estos últimos tres lustros ha visto crecer rascacielos residenciales que desafían al sentido común estructural tanto como responden a las necesidades de un capital que, en tiempos de incertidumbre, se contenta con la certeza cristalizada en el hormigón armado. Así, a la primera generación de superslenders colonizados por apartamentos y penthouses oligárquicas, de la que dio cuenta Arquitectura Viva en su número 179 bajo el subtítulo ‘When Form Follows Finance’, ha seguido una segunda, que si no puede rivalizar por tamaño y presencia en la ciudad con la procedente, sí blasona de sus exquisitos arquitectos y, en ocasiones, también de su belleza más contenida y verosímil.
De esta generación quiere dar cuenta el presente dossier mediante una selección de cuatro ejemplos que acaban de completarse en Nueva York. La primera, la Torre 611 West 56th Street, se levanta con modestia y exquisito minimalismo en Manhattan y es la primera obra de Álvaro Siza en la ciudad. La segunda, The Bryant, de David Chipperfield, sorprende por su contención y es una buena muestra de la decorosa capacidad del flamante pritzker a la hora de adaptarse a contextos diversos e incluso contradictorios. La tercera, la Torre 130 William, de David Adjaye, también en Manhattan, evoca los orígenes del rascacielos neoyorquino por medio de su artesanal envoltura de hormigón. Finalmente, Eagle+West de OMA en Brooklyn, rompe con los esquemas convencionales gracias a sus apilamientos y acrobacias formales.