La excéntrica Albión
Del nuevo Ayuntamiento de Londres al Centro Espacial en Leicester, las últimas obras británicas unen futurismo naïf y excentricidad amable.
Frente a la cool Britannia del nuevo laborismo, la visionaria Albión reclama sus derechos: la imaginación inglesa es sentimental. Sentimental es el recién terminado Ayuntamiento de Londres, una cabeza de vidrio que mira al Támesis a través de su máscara en zig zag, y sentimentales son también los últimos proyectos de Norman Foster para la capital británica, el obús geodésico del rascacielos de Swiss Re en la City o la ola metálica infinita de la tribuna del nuevo hipódromo en Essex; sentimental es la torre neumática y translúcida del Centro Espacial en Leicester, que alberga dos cohetes colosales en su silo almohadillado, y sentimental era igualmente la anterior obra de Nicholas Grimshaw en la serie de hitos del Milenio financiados por la Lotería Nacional, el Proyecto Edén, un gigantesco invernadero que extiende su burbujeante cubierta de plástico en la sima de una cantera de Cornualles. El futurismo excéntrico y galáctico de estos proyectos combina la vieja veta romántica y orgánica de la arquitectura británica con un sentimiento de nostalgia por la ciencia ficción y las utopías ecológicas de los años sesenta.
Evocador de las utopías de los sesenta en su mezcla de lo mecánico y lo orgánico, el Ayuntamiento de Foster junto al Támesis proclama su condición de institución democrática con la rampa que sitúa a los ciudadanos sobre la sala de plenos.
El nuevoAyuntamiento de Londres, desde luego, se explica por su autor como una forma que proviene casi exclusivamente de consideraciones energéticas y de sostenibilidad ecológica: desde el volumen aproximadamente hemisférico, que permite minimizar la superficie de cerramiento mejorando el comportamiento térmico, hasta el contraste entre la gran apertura acristalada al norte y la disposición escalonada de la fachada sur, que evita el soleamiento excesivo con la sombra arrojada por sus quiebros sucesivos, la mayor parte de las decisio-nes del proyecto se relacionan con la voluntad modélica del edificio, que al ser sede del poder local debe dar ejemplo de responsabilidad ambiental. Si a la sensibilidad ecológica se suma la transparencia que muchos juzgan de rigeur en las instituciones democráticas, y la voluntad simbólica de colocar a los ciudadanos por encima de sus representantes políticos (aquí obtenida a través de una rampa de circulación que se enrosca en espiral sobre la cámara de plenos del ayuntamiento), los ingredientes de la receta no son muy diferentes a los del Reichstag, y de hecho Foster ha empleado en esta obra menor muchas de las ideas y personas que intervinieron en la construcción del parlamento alemán.
Por desgracia, el resultado final no es tan brillante como el de Berlín, y pese a la proeza técnica de la ejecución de su compleja geometría y el logro que supone la exigente perfección de sus acabados en un edificio de promoción privada (el Ayuntamiento de Londres es sólo el inquilino del inmueble, en sintonía con la fiebre privatizadora del laborismo de Blair), la sede municipal era elegida por los arquitectos británicos como una de las realizaciones contemporáneas menos apreciadas; en una encuesta, por cierto, que destacaba a Renzo Piano y Norman Foster (cuyo reciente Praemium Imperiale le permite completar el grand slam de los galardones de arquitectura) como los dos arquitectos vivos más admirados, y que incluía una obra de este último —la remodelación del Museo Británico, con el gran dosel de vidrio que extiende sobre el patio su protección alabeada y flotante— entre las favoritas de los entrevistados.
Nave espacial estrellada, como la describe el socio responsable del proyecto, Ken Shuttleworth, o testículo de cristal, como la llamó el alcalde que hoy la ocupa, Ken Livingstone, la sede del Ayuntamiento no es la obra más feliz de su autor: tanto la torpeza del volumen como el incómodo acuerdo entre las bandas de ventanas y la cáscara triangulada del mirador (desde el que se divisa la Torre de Londres y otro proyecto de Foster que emplea esa estructura geodésica con mayor contundencia, el conocido como gherkin o pepinillo de Swiss Re) dañan el resultado formal de un edificio que sin embargo tiene el encanto cándido de la ciencia ficción, evocando a la vez el organismo mecánico del casco de una armadura medieval y el mecanismo orgánico del casco de una nave interplanetaria, y entre cuyos anillos espirales es fácil imaginarse a la María de Fritz Lang o a los malvados de Supermán, habitantes inevitables de una Metrópolis que es también una odisea ingenua del espacio.
Consideraciones climáticas explican la forma singular y el costado sur escalonado del Ayuntamiento (abajo), desde cuya terraza se divisa otra obra emblemática de Foster: la torre geodésica para la compañía Swiss Re en la City (arriba).
La misma emoción infantil por el futuro conforma el Centro Espacial de Leicester, un museo de la ciencia organizado en torno a un gran silo de plástico donde se exhiben satélites y cohetes de lanzamiento, y en cuyos michelines amables las familias y los escolares encuentran la poesía y la aventura de la exploración del cosmos, una epopeya mítica y nostálgica donde los astronautas de la NASA se confunden con los personajes de Flash Gordon. Construido por Nicholas Grimshaw en la periferia degradada de Leicester con el propósito de convertirse en el edificio emblemático de esta ciudad de las Midlands —lo que ha sido el ‘armadillo’de Foster para Glasgow o el Museo de la Guerra de Libeskind para Manchester— el arquitecto, que por cierto se formó en el despacho de Foster, ha vuelto a usar el material que empleó con éxito en su extraordinariamente popular invernadero del Proyecto Edén, un plástico transparente conocido como ETFE (etiltetrafluoretileno), con el que se forman unas almohadas hinchables cuyo peso es sólo el 1%del revestimiento equivalente de vidrio.
En el Proyecto Edén de Cornualles (arriba) y en el Centro Nacional del Espacio en Leicester (abajo), Grimshaw ha empleado almohadillas de ETFE, un nuevo material plástico que contribuye a definir su imagen galáctica.
Esta película de plástico, que en Cornualles se disponía en cojines hexagonales que daban al conjunto un aire entre las cúpulas geodésicas tecnovisionarias de Buckminster Fuller y las arquitecturas neumáticas de los festivales hippies —y que ha valido al Edén compartir con Ronchamp el primer puesto entre los edificios favoritos de los arquitectos británicos—, se coloca en Leicester en salchichas apiladas que irremediablemente se perciben como un organismo juguetonamente obeso, translúcido como una medusa titánica y acolchado como los trajes espaciales de Tintín en la Luna. Al igual que Foster en el Ayuntamiento de Londres, la esté-tica naïf de Guerra de las Galaxias no excluye un esfuerzo riguroso para optimizar los flujos energéticos en el edificio, que emplea mecanismos de control térmico pasivo y un sistema de doble bomba de aire que incrementa la presión en el almohadillado cuando debe resistir la fuerza de un vendaval (la lámina de plástico pesa menos que el aire de su interior, y por sí sola carece de capacidad resistente).
Obras de dimensiones y presupuesto similar (algo más de 40 metros de altura en ambos casos, y un coste de unos 60 millones de euros para el ayuntamiento, que si se duplica en el caso del Centro del Espacio es únicamente porque incluye numerosas construcciones auxiliares) la burbuja galáctica de Londres y la larva alienígena de Leicester son testimonio de la vitalidad imaginativa y la curiosidad experimental de una Albión romántica y orgánica, pragmática y visionaria, sentimental y excéntrica. El racionalismo cartesiano del continente haría bien en atender a la ínsula extraña del impaciente inglés.