La obra urbanística de Le Corbusier no llegó a traspasar la frontera que separa la mera propuesta de la realidad; a juicio de los críticos de la ciudad moderna esto es un gran consuelo ya que, de haberse llevado a cabo, sus planes habrían supuesto un cambio irreversible y no precisamente en bien de los aspectos funcionales y formales de la ciudad. Ciertamente, representó una «línea dura» que acabaría por convertirse en un arma muy peligrosa para la cultura urbana. Pero no se le puede responsabilizar de todos los desafueros cometidos en nombre de la modernidad.
Nunca construyó un rascacielos. A lo largo de cuarenta años, Le Corbusier proyectó docenas de ellos, proponiendo la edificación en altura como el remedio radical para los males de la ciudad existente. Ante la crisis de los centros urbanos europeos, insalubres y escleróticos, incapaces de absorber la creciente aglomeración de personas y vehículos, el arquitecto recetó tenazmente la misma medicina: grandes rascacielos separados por parques y autopistas. Pero ni una sola vez el azar o el destino le permitió hacer realidad su proyecto...[+]