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La arquitectura moderna surge tanto del optimismo como de la desesperación. Tras la carnicería mecanizada de la Gran Guerra, el joven arquitecto alemán Walter Gropius funda en Weimar la Bauhaus, una escuela que sería el emblema y la incubadora de la revolución moderna; cuando los nazis la cierren en 1933, su clausura será también el final de la aventura de las vanguardias europeas, que se desbandan o emigran ante el ascenso del totalitarismo en el continente.

La aurora moderna en la xilografía de Feininger para la Bauhaus (1919), en la Arquitectura alpina de Bruno Taut (1919) y en el proyecto de rascacielos de Mies (1921-1922).

En los balbuceos del siglo, Alemania había sido el principal teatro del diálogo entre la industria, la arquitectura y las artes: en su actitud ante la máquina, el Deutscher Werkbund fue menos nostálgico que el Arts and Crafts anglosajón, y menos visionario que el Futurismo italiano; y en su posición ante la gran empresa, las lámparas o los edificios diseñados por el arquitecto Peter Behrens para la compañía eléctrica AEG son el mejor ejemplo de una colaboración pragmática y fructífera con el capitalismo industrial. No es casual que en el estudio de Behrens coincidieran, antes de la guerra, los que serían los protagonistas de la arquitectura moderna en los años veinte: Le Corbusier, Mies van der Rohe y el propio Gropius. Pero cuando éste, tras la derrota de Alemania, se pone al frente de la Bauhaus en 1919, el clima de optimismo tecnológico y confianza en el futuro se ha transformado en angustia y desesperación ante el poder devastador de la nueva civilización mecánica.

La modernidad se forja combinando la lógica de la producción industrial que ilustra la lámpara de Behrens para AEG (1907) y el elementarismo formal que representa como un ideograma la diseñada por Rietveld (1923).

Frente al colapso del viejo orden social, los arquitectos y artistas de la Bauhaus sueñan con la utopía luminosa de un orden nuevo, y su primer manifiesto se ilustra con las formas cristalinas y románticas de una ‘catedral del socialismo’ coronada por estrellas brillantes que señalan el camino de la redención espiritual y material. Los tecnócratas positivistas de la pre-guerra se han convertido en profetas iluminados que predican el retorno a la sabiduría de lo primitivo y aspiran al reino en la tierra de un socialismo apolítico que llegará de la mano del ayuno y la meditación trascendental. Es el clima en el que Bruno Taut colorea sus ‘arquitecturas alpinas’, ciudades mágicas y vítreas entre cumbres y glaciares destinadas a una humanidad regenerada; en el que Erich Mendelsohn evoca la quiebra del espacio y el tiempo mecanicista con las formas escultóricas, expresionistas y ondulantes de su Torre de Einstein, dedicada al físico que formuló la teoría de la relatividad; y en el que Mies van der Rohe dibuja sus rascacielos de vidrio, cuya hermética monumentalidad, transparencia y pureza los convierte en genuinas catedrales de cristal de una época nueva.

Las transformaciones del mundo material y mental se expresan con imágenes dinámicas como las del monumento a la Tercera Internacional de Tatlin (1919-1920) o la Torre de Einstein en Potsdam, de Mendelsohn (1920-1924).

Mientras tanto, otra versión de la nueva sociedad se ensaya por entonces en la Rusia revolucionaria, donde la fractura del antiguo régimen producida por la guerra ha permitido a los bolcheviques iniciar un colosal experimento político, económico y cultural. En el fervor vanguardista de los primeros años de la Revolución, los arquitectos y los artistas fraguaron un nuevo lenguaje formal, abstracto y utópico, que aspiraba a representar la naturaleza de la sociedad emergente, y que fundía el elementarismo geométrico del cubismo con el dinamismo inestable del futurismo en el crisol maquinista de una cultura fascinada por la técnica como instrumento de emancipación colectiva. El proyecto de Vladímir Tatlin para el monumento a la Tercera Internacional —una gran torre metálica inclinada y espiral con un cubo, una pirámide y un cilindro suspendidos en su interior— reúne en efecto el racionalismo de las formas esenciales con el romanticismo diagonal de los bucles dialécticos, y expresa bien la temperatura mesiánica y visionaria de ese momento, que encontró en esta otra irrealizada y acaso irrealizable ‘catedral del socialismo’ su más cabal retrato.

En 1923 Le Corbusier publica en París Hacia una arquitectura, el más influyente manifiesto moderno, que encuentra en las máquinas contemporáneas y en los edificios antiguos una belleza común que reside en las formas elementales; Mies van der Rohe funda en Berlín el Grupo G para la promoción de una pragmática ‘nueva objetividad’; y Gerrit Rietveld levanta en Utrecht la casa Schröder, una construcción rectangular de planos deslizantes y colores básicos que constituye la primera materialización arquitectónica de la síntesis entre el neoplasticismo de Mondrian y el lenguaje espacial de Frank Lloyd Wright llevada a cabo por los miembros del grupo holandés De Stijl. Uno de ellos, Theo van Doesburg, visita Weimar en 1922, y al año siguiente la propia Bauhaus adopta la abstracción geométrica como gramática visual de la escuela, y se reconcilia simultáneamente con el universo de la industria y de la máquina.

La revolución artística y formal que cristalizó en el neoplasticismo de la casa Schröder de Rietveld (1923-1924) influyó también en el racionalismo del proyecto de Gropius para el edificio de la Bauhaus en Dessau (1926).

Los soñadores se han hecho gente práctica, y si en 1923 Gropius sólo puede expresar su retorno al optimismo productivo decorando su despacho con mobiliario y lámparas neoplásticas, tres años más tarde la Bauhaus tiene que trasladarse de Weimar a Dessau huyendo de las acusaciones de ‘bolchevismo’ y ‘degeneración cultural’, y la mudanza le da la oportunidad de construir para la escuela un edificio seco, abstracto y funcional que todavía hoy sobrevive como un símbolo de la aurora moderna. Una aurora esperanzada y áspera, que se levantaba sobre las ruinas ominosas del viejo orden, y en cuyo horizonte luminoso pronto comenzarían a dibujarse las nubes de la tormenta que acabaría con la Bauhaus y la inocencia pocos años después.


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