Arte y cultura  Libros 

Cuestionando el legado de Jorge Oteiza

Mitos sin héroe

Kosme de Barañano 
30/06/2016


La producción bibliográfica sobre Oteiza —tras su muerte en el año 2003— ha sido muy prolífica, aunque siempre se haya dado desde posiciones hagiográficas, muy de su propio estilo art & prop, y para nada histórico-artísticas o contextualizadoras. Su fortuna museística también ha sido enorme, aunque circunscrita por supuesto al ámbito nacional, desde la instalación de su obra en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid durante el periodo de José Guirao (1994-2001).

Tres libros recientemente publicados (Oteiza. Catálogo razonado de su obra, de Txomin Badiola; Jorge Oteiza, hacedor de vacíos, de Carlos Martínez Gorriarán; y Ejercicios espirituales en un túnel. En busca y encuentro de nuestra identidad perdida, del propio Oteiza) ensayan un acercamiento distinto: uno en la forma de un catálogo ‘razonado’ de su obra escultórica; otro como biografía; y el tercero en el formato de una edición crítica de los textos del artista.

En comparación con todo el material producido sobre Oteiza (en especial, el asociado a su centenario en 2008), los tres libros mencionados parten de presupuestos más críticos. Martínez Gorriarán, profesor de Estética de la Universidad del País Vasco, se ha dejado llevar —como muchos otros profesores de Estética y Antropología— por la filosofía sofista del pensador (hermano de camino en la vertiente profética de Joseph Beuys, pero sin la sabiduría antroposófica del alemán) y por el papel de vendedor de mensajes de las razones telúricas del arte vasco, como si el adjetivo contuviera la sustancia de lo que por naturaleza y desde el paleolítico habla a todos y sin fronteras: la creación de imágenes. Más atraído por la interpretación pseudopoética de cierta literatura artística francesa que por la historiografía del arte, Martínez Gorriarán no contextualiza en absoluto la obra de Oteiza en su momento histórico, en sus fuentes y en sus deudas (algunas las cuales rozan el plagio, como lo es la reflexión espacialista calcada de Lucio Fontana; o la obra de Robert Jacobsen, tan influyente en los años 1950, especialmente en él y en el Grupo 57). Hace años (primero en 1982 y después en 1989) señalé que la obra de Oteiza —un personaje inteligente, un agitador cultural, y con un papel importante de transferencia de conocimientos en los años 1950— tanto en su vertiente plástica como en la ensayística debía todos sus insights a otros artistas que, para los que de verdad hacen historia del arte, pertenecen de suyo a la ‘primera división’ del siglo xx: Henry Moore, Barbara Hepworth o Fontana y Jacobsen, ya citados.  

También subrayé entonces el peligroso papel detonante del profeta. Después de que Oteiza denunciara el colonialismo que suponía el asentamiento en Bilbao de un museo norteamericano, una bomba de ETA se llevó en 1997 por delante a un ertzaina en las inmediaciones del Guggenheim. En este sentido Gorriarán, usando un quiasmo, critica al escultor su conducta moral pero comete un error intelectual: «Apoyaba el uso de la violencia como instrumento político, pero siempre que se arriesgaran otros y no él. Una cobardía que también influyó mucho en su retirada del arte (relativa) en su mejor momento profesional: podía haber iniciado una carrera internacional exitosa y, en cambio, optó por refugiarse en un pequeño círculo localista, sin auténticos rivales, para desempeñar su misión profética.» Pero fue justamente lo contrario: desde el premio de São Paulo, Oteiza sabía que no tenía una carrera internacional, ni que podría tenerla, fuera de España, porque estaba atrapado en sus referencias internacionales (Hepworth, Jacobsen, Fontana) y en las fuentes que no citaba, así que prefirió quedarse en lo local.

Para los que somos historiadores del arte no hay duda del papel secundario de la figura de Oteiza en la escultura del siglo xx y menos aún de sus actuaciones desde los años 1960, recogidas siempre por la prensa, pues fue un gran autor de titulares. Uno de los defectos de la biografía de Gorriarán es, por otro lado, no haber indagado en los doce años de Oteiza en Sudamérica (1935-1948), más allá de lo ya conocido y trufado de medias verdades. Es una lástima que el autor no haya acudido a investigar en profundidad esos doce años de falso exilio en los que el profeta internalizó su discurso en Buenos Aires, bebiendo del joven Tomas Maldonado o del arquitecto chileno Enrique Gebhard, cuyas ideas vendería, tras su vuelta a España, a la familia Huarte.

Ejercicios espirituales

La edición crítica del libro de Oteiza titulado Ejercicios espirituales en un túnel. En busca y encuentro de nuestra identidad perdida, consiste en las 500 páginas del facsímil de la segunda edición de 1984 (que, como la primera de 1983, recoge textos de 1965-66), además de otras 500 páginas correspondientes a la traducción de Pello Zabaleta, y otras 150 de notas por Emma López. Ejercicios espirituales se presenta, asimismo, con un prólogo de 40 páginas titulado ‘El túnel del tiempo’, a cargo de Calvo Serraller, y es el cuarto volumen de la edición crítica de las obras esenciales del artista publicadas por el Museo Oteiza tras Poesía (2006), Quousque Tandem (2007) e Interpretación estética de la estatuaria megalítica americana y carta a los artistas de América. Sobre el arte nuevo en la postguerra (2007).

Tras el texto de Oteiza, se presenta la anotación crítica (con 1.230 entradas), la bibliografía y el índice onomástico, todo ello realizado por la profesora López Bahut. Este aparato crítico es correcto e interesante en las anotaciones propias de Oteiza, pero resulta parasitario (cuando no está simplemente ‘fusilado’) en las entradas correspondientes a otros artistas como Durrio y Aranoa, y está, por otro lado, lleno de omisiones (Akira Kurosawa, González Robles —director de la aventura de São Paulo de Oteiza junto con Juan Huarte—, Iñiguez de Onzoño, Miguel Oriol o German Yanke) e imprecisiones, sobre todo en las notas dedicadas al padre Donostia, en las que se convierte en nacionalista a un cosmopolita defensor de la salvaguarda del folklore.

Por último, ha aparecido el Catálogo razonado de Txomin Badiola. El autor cae en las contradicciones del propio Oteiza, que en 1959 «renuncia a convertirse en el fabricante de unos objetos que ya existen potencialmente, y abandona su práctica de escultor». Pero, si Oteiza abandona la práctica de la escultura, ¿cómo se explica toda su producción a partir de esa fecha y, en especial, su vuelta a la figuración en 1979 con los retratos de Sabino Arana para el PNV?

Badiola, que ha conocido y tratado al escultor personalmente, trata de salvar estas contradicciones de la mejor manera posible. Por una lado señala la piratería del artista (habla, por ejemplo, de las «veleidades comerciales que rozarían la estafa» o de «ediciones parcialmente numeradas o con numeraciones duplicadas o erróneas»), pero la achaca a la condición propia del mercado del arte o a la avanzada edad del artista. Otra de las pautas utilizada por Badiola para salvar los muebles de esta permanente falta de ética es la referencia al carácter experimental de la obra de Oteiza. El término ‘experimental’ se repite una y otra vez, pero ¿no son todos los artistas por principio experimentales? Dicho esto, hay que reconocer que Badiola realiza un catálogo bastante exhaustivo de todas esas variantes —y falsificaciones— del artista: en este sentido su trabajo demuestra un esfuerzo enorme y va a ayudar, sin duda alguna, al conocimiento real de la obra de Oteiza.

Badiola ha intentado salvar a Oteiza, tarea harto complicada, pero al menos ha dejado un trabajo de documentación y análisis válido para quien quiera dedicarse a estudiar a este artista. El ‘pecado original’ de Badiola, como en los otros casos, es la defensa numantina de Oteiza frente a la obra de su contemporáneo, Eduardo Chillida. En este sentido, cabe añadir una reflexión final: en un artículo de 1951, ‘La investigación abstracta en la escultura actual’, Oteiza cita como sus maestros a Brancusi, Modigliani, Lipchitz, Zadkine, Arp, Epstein y Giacometti; en una conferencia homenaje a Chillida en 1965, cita de nuevo a Giacometti y a Lehmbruck. La pregunta es: ¿no son todos ellos escultores figurativos? ¿Dónde está entonces la ‘abstracción’ de Oteiza hasta 1957? ¿Por qué todo el mundo sigue con la dicotomía Chillida-Oteiza y no se cita esta conferencia del homenaje a Chillida, llena de elogios, el 15 diciembre 1965 en San Sebastián? 


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