Gas artificial
La sede de Gas Natural, concebida por Miralles, eleva sus formas agitadas como hito urbano, signo de poder y representación de un tiempo confuso.
Antes muerta que sencilla: la sede de Gas Natural es una obra provocadoramente artificiosa, con sus maclas aleatorias, sus voladizos inverosí-miles y sus volúmenes descompuestos; todo en ella es forzado y excesivo, con la alegría irresponsable de un dibujo animado, y un acartonamiento jugueyón que llega al paroxismo en una inane ménsula modelada con pliegues de vidrio. El lirismo escultórico de Enric Miralles, que en otras obras póstumas como el Parlamento de Escocia o el Mercado de Santa Ca-terina ha dado frutos deslumbrantes, se torna aquí decepcionantemente arbitrario, mientras la violencia caligráfica de sus dibujos resulta domesticada por la vulgaridad convencional de un muro cortina apenas matizado por la fragmentación variable y la coloración azarosa. Este edificio accidentado resulta ser una sede accidental, porque su función genuina es la de hito urbano, levantando sus formas equilibristas sobre el paisaje horizontal de la Barceloneta, y a la vez manifestando el tránsito desde la lógica material y estructural de la antigua fábrica de gas cuyos terrenos ocupa hasta la lógica inmaterial y mediática de nuestra era postindustrial.
El prematuramente desaparecido arquitecto ca-alán dejó un puñado de obras extraordinarias, acaso más brillantes cuanto más topográficas, porque sus coreografías risueñas exigían anudar los pasos sobre un territorio agitado por las pulsiones del entorno, y éste es quizá el motivo por el cual muchos juzgan la orografía onírica del cementerio de Igualada, donde hoy yace, como el proyecto donde su lenguaje gestual se manifiesta con mayor elocuencia y emoción. En la Barceloneta, sin embargo, el esfuerzo por reunir las tensiones urbanas en una pieza escultórica que cristalice los flujos con su movimiento quieto viene contrarrestado por su desarrollo vertical, que no consigue articularse con los cuerpos bajos, haciendo de los voladizos meras anécdotas atléticas, y también por su levedad vítrea, que aleja el edificio de la solidez del suelo sin la cual difícilmente puede desplegarse la gravitas gimnástica que caracteriza los momentos más felices de Miralles: Enric podía tener la cabeza en la nubes, pero su arquitectura fue grande mientras conservó los pies en la tierra.
Frente al Parque de la Ciudadela, en los terrenos de la antigua fábrica de gas, el edificio se destaca en el paisaje de la ciudad como un objeto simbólico que marca el territorio lo mismo que las torres de la Sagrada Familia.
Es probable que, lo mismo que el Barça es más que un club, Gas Natural sea algo más que una empresa, al ser una de las joyas industriales de la Caixa, formada en su día por la fusión de Catalana de Gas y Gas Madrid; y es seguro que esa condición simbólica no fue ajena a la decisión de construir una sede singular, donde las propias necesidades empresariales se subordinan a la expresión artística y a la implantación como signo de identidad en el paisaje ciudadano. Pero es imprescindible resistir la tentación de asociar la estética dinámica e inestable de Miralles a una catalanidad que hubiera transitado aceleradamente del seny a la rauxa, como sugieren tantos episodios recientes del otrora oasis, desde la malhadada OPA de la propia promotora de la sede sobre Endesa hasta las vicisitudes más disparatadas del gobierno de Maragall —del atolondrado viaje a Perpiñán a la atribulada gestación del Estatuto—, pasando por el clima de intimidación política y violencia callejera de esta última etapa, que han proyectado una imagen extraordinariamente distorsionada de Cataluña: los volúmenes desconcertantes de Gas Natural no deberían ser el emblema de un tiempo alborotado, porque el ramalazo de locura surreal de esta tierra ha de terminar siendo metabolizado por su cultura civil de pacto y sensatez.
Las oficinas de esta sede empresarial se alojan en volúmenes escultóricos, maclados en el espacio y extendidos con ménsulas, que dotan a la compañía de una singular imagen corporativa, tormentosa, fracturada y dinámica.
Desde luego, la estridente polarización de los políticos y los medios de comunicación madrileños no ayuda a templar la tormentosa atmósfera de un escenario catalán que se ha deslizado del ‘tranquil, Jordi, tranquil’ a la guerrilla urbana de los okupas que obligan a cancelar una cumbre de ministros europeos o a los desfiles de antorchas que más evocan la estética totalitaria de los años treinta que el humus gótico del país. Pero Cataluña —y la propia Caixa que exhibe orgullosamente su músculo económico a través del edificio de Gas Natural— tiene más que ganar con un soft power a lo Joseph Nye, tejido con seducción, emulación y ejemplo, que con enfrentamientos abrasivos reminiscentes del panorama social periclitado de la Barcelona que un día fue rosa de fuego.
Hace exactamente un año, con ocasión del bloqueo por los pescadores de los principales puertos del Mediterráneo, El País publicó en portada una imagen de Barcelona desde el mar que ilustra inadvertidamente sobre los nuevos hitos del perfil ciudadano, que resultan ser dos sedes de empresas controladas por la Caixa, una caja de ahorros que afirma de esta manera su centralidad en el paisaje social de Cataluña. El obús de Agbar y la torre escultórica de Gas Natural se levantan sobre la masa edificada de la ciudad habitual como signos y referentes: unos emblemas de poder económico que ni siquiera resultan demasiado gravosos en la cuenta de resulta-dos de sus promotores. Como dicen displicente-mente al arquitecto de su colosal sede madrileña los gestores de una de las compañías del Ibex: «Al final, el coste del edificio es un día de facturación».
La inauguración de la sede de una gran empresa de la energía debería servir para comentar la estrategia de los campeones nacionales —¿de España o de Cataluña?—, glosar la entrada de las constructo-ras en el sector —no se sabe si para anticiparse al pinchazo de la burbuja inmobiliaria con empresas más estables o si para impedir la entrada de compañías extranjeras—, y advertir sobre los riesgos de nuestra creciente dependencia energética —agrava-dos por la ausencia de una política común europea, e inevitablemente inscritos en el marco amenazan-te del cambio climático—. Pero nuestras contiendas tribales de galgos y podencos nos impiden distinguir lo urgente de lo importante, y un edificio que debe-ría ser modélico en el ahorro de energía y ejemplar en su responsabilidad ciudadana, con el laconismo austero propio de una empresa que debe garantizar el suministro sin abusar de las tarifas, acaba siendo discutido como el icono artístico fallido de una Cataluña electoral y gaseosa. Mea culpa.