Feria de vanidades
Convertidos en estrellas mediáticas tan brillantes como Zaha Hadid, la actual popularidad de los arquitectos contrasta con su impotencia urbana.
Si hay 360 grados, ¿por qué limitarse a uno?» Zaha Hadid ha elegido esta imprecisa declaración de desamor al ángulo recto para publicitar su exposición monográfica en el MAK vienés, abierta el 14 de mayo, dos semanas antes de recibir en Barcelona el premio Mies van der Rohe por su intercambiador de Estrasburgo, y menos de cuatro antes de inaugurar en Cincinnati —el sábado 7 de junio— el Centro de Arte Contemporáneo, su primer encargo americano y quizás el proyecto más importante de su carrera. Esta obra escultórica de hormigón y aluminio que se levanta en una esquina del centro confuso de esta ciudad del Medio Oeste es, sin duda, la realización más ambiciosa de la que Newsweek llama ‘Design’s Hip Diva’; la más urbana de una arquitecta acostumbrada a construir objetos exentos en el paisaje; y la más compleja de una autora que ha sabido combinar su lenguaje formal con homenajes a piezas históricas como el Whitney de Breuer (en la fachada) y las escaleras volantes de Brinkman o Bo Bardi (en los vertiginosos cajones de acero del atrio), con referencias a contemporáneos como Eisenman o Libeskind (en el apilamiento sintáctico y musical de los prismas), y con guiños a su maestro Rem Koolhaas (en el bucle que eleva la alfombra del pavimento). Pero esta obra rica en ángulos diversos es también un ejemplo ilustrativo de la condición anecdótica de la arquitectura de autor, reducida con frecuencia a un acento pintoresco en los entornos unánimes de la anomia económica y el ángulo único.
Casi al tiempo que recibía el premio europeo Mies van der Rohe, Zaha Hadid inauguraba su primera obra americana: el Centro de Arte Contemporáneo de Cincinnati, un volumen tallado con un interior dinámico y zigzagueante.
Este mismo mes de junio, el antiguo profesor de Zaha Hadid en la Architectural Association aparece en la portada de Wired como editor invitado de un número titulado ‘Koolworld’: un atlas ideológico y gráfico del siglo XXI que sirve al arquitecto holandés para defender las excelencias de Europa, situar el futuro en Asia y exponer su decepción con Nueva York, que «ya no es delirante», como la calificara en su mítico libro de 1978. Es verdad que The New York Times, tras la cancelación de sus dos grandes proyectos museísticos norteamericanos, la ampliación del Whitney y el nuevo edificio del Los Angeles County Museum, describió el adelgazamiento profesional de una ‘Design Star’ que en su última conferencia ante estudiantes de arquitectura de Columbia reconoció «haber sido derrotado en Nueva York». Pero el suplemento dominical de ese diario sigue considerándolo —junto con Eisenman, Holl, Thom Mayne, Tschumi, Herzog y de Meuron, Zaha Hadid y no muchos más— como uno de los creadores del espacio del futuro, la biblioteca pública diseñada por él en Seattle proyecta ya sus volúmenes facetados en el centro de la ciudad, y la clausura de su Guggenheim Las Vegas tras menos de dos años de existencia debe atribuirse más a cál-culos empresariales que a factores arquitectónicos. Al final, los éxitos o tribulaciones de Koolhaas en América no son tan relevantes como la naturaleza circunstancial de sus proyectos, gestos minúsculos de provocación o pertinencia que naufragan en el océano genérico de la ciudad contemporánea, para hacer de la arquitectura «una actividad que combina inextricablemente omnipotencia e impotencia», como tantas veces la ha descrito el holandés.
La obra Cloud Prototype for an Edition of 3, de Íñigo Manglano-Ovalle (abajo), formaba parte de la muestra inaugural de este escenario para la creación contemporánea, donde no hay dos salas iguales y donde el ajetreo.de la calle impregna el recorrido: continuación de la ‘alfombra urbana’, la planta de acceso impulsa al visitante hacia el atrio que recorre toda la altura del edificio, atravesado por escaleras de hormigón y acero.
El circo del ‘glamour’
Transformados en estrellas mediáticas, los arqui-tectos aparecen en los talks- shows televisivos o en las revistas de moda. Libeskind comenta el diseño de sus botas de piel de alce o la montura de sus gafas, Eisenman muestra el interior de su nevera o se retrata en el baño de su apartamento en Greenwich Village, Robert Venturi y Denise Scott Brown dis-cuten sus hábitos culinarios o enseñan los armarios roperos de su casa de Filadelfia, y no hay artículo sobre Koolhaas que no mencione sus trajes de Prada entrevista de Zaha que no se extienda acerca de sus vestidos de Issey Miyake. En 1996, Vanity Fair hizo posar a Pei, Johnson o Foster ataviados con maquetas de sus edificios —en un remake de la famosa fiesta del Hotel Astor en 1931—, y desde entonces el circo de la Fórmula 1 arquitectónica no ha dejado de aparecer en las páginas del Gotha del glamour: su último número, por ejemplo, contiene un reportaje sobre la más reciente obra de Gehry; un retrato de grupo de los 37 arquitectos (entre los cuales Meier, Graves, Zaha Hadid o Shigeru Ban) que construyen en Long Island una versión contemporánea de las Case Study Houses californianas; una evaluación de la figura de Eero Saarinen, el prematuramente desaparecido autor de la terminal de la TWA; y un extenso artículo sobre las desventuras de la familia Pritzker que muestra al fallecido patriarca del clan entregando la medalla del premio de arquitectura que patrocinan.
Pues bien, este insólito reconocimiento popular se produce de forma paradójicamente simultánea al alejamiento de los arquitectos de las grandes decisiones urbanas y territoriales. La misma profesión que durante buena parte del siglo pasado —volando bajo el radar mediático— estuvo en el corazón de la revolución urbana, se halla hoy —apareciendo en todas las pantallas— al margen de las operaciones esenciales que transforman las ciudades y el paisaje. Como saben bien las grandes compañías que forcejean obscenamente por los contratos, el gran encargo del momento no es la Zona Cero, abigarrada de arquitectos bajo los focos, sino la reconstrucción de Irak, donde los protagonistas se llaman Bechtel, Fluor, Parsons, Washington, Berger o Halliburton. Y hay que leer el informe de Fortune sobre esta última empresa —dirigida hasta agosto de 2000, al parecer con poca fortuna, por el actual vicepresidente de EEUU Dick Cheney— para comprender desde las entrañas del sistema la lógica íntima de los procesos. Excluidas inicialmente de las adjudicaciones, las compañías británicas se quejan en The Architects’Journal, aduciendo tanto la cooperación de su país en la deconstrucción de Irak como su mayor experiencia «en el diseño de arquitecturas que respeten las tradiciones árabes». Acaso por ello, la iraquí residente en Londres Zaha Hadidasegura que le «encantaría participar en la recons-trucción de Irak», y esa declaración bienintencionada obliga a un examen de conciencia.
¿Poseen los actuales arquitectos las herramientas adecuadas para intervenir en las grandes operaciones infraestructurales, o por el contrario sus competencias los limitan a la espuma simbólica de las transformaciones físicas? El pasado 9 de mayo, las fuerzas especiales de la policía tardaron siete horas en reducir a un individuo armado que mató a una persona e hirió a otras dos en el interior laberíntico de una escuela de negocios construida por Frank Gehry en Cleveland. «No había ángulos rectos en el edificio», dijo el jefe de policía para explicar las dificultades y demoras de la intervención, «y siempre nos hemos entrenado en recintos rectangulares». Como Zaha Hadid —pero a diferencia de Gropius o Sert, que construyeron en Irak hace casi medio siglo— Gehry utiliza todos y cada uno de los 360 grados para enfrentarse a la complejidad del mundo, o sólo para representarlo. En los últimos compases de mayo desapareció Ilya Prigogine, un científico humanista que teorizó el caos e inspiró a muchos arquitectos de mi generación con su ex-ploración de nuevas formas de orden, y por las mismas fechas murió también La chiquita piconera, musa de Julio Romero de Torres e icono erótico popular: tanto El País como El Mundo han otorgado a ambos el mismo relieve necrológico. Los arquitectos que deploran haber transitado del diálogo con la ciencia para entender y transformar el mundo al coqueteo con el arte para seducir con su brasa sensual quizás encuentren consuelo en esta melancólica indiferencia que al cabo todo iguala y todo borra.