Esperando a Corelli
El virtuosismo manierista de la última arquitectura, patente en dos recientes obras norteamericanas, es tan excesivo que insta a un ‘retorno al orden’.
En el siglo XVII, Arcangelo Corelli rescató la música de los contrastes arbitrarios y los efectos sorprendentes del stylus phantasticus; en el siglo XXI, la arquitectura necesita un Corelli que la haga regresar al orden y la mesura, tras los excesos escenográficos de un ‘estilo fantástico’ que mezcla la ciencia ficción con los dibujos animados. Predicar las virtudes del equilibrio y la sencillez en un entorno de estrépito y espectáculo, donde sólo parece hacerse oír quien grita más fuerte, puede desdeñarse como un lamento nostálgico sin futuro ni esperanza; pero la naturaleza pendular y cíclica del gusto autoriza la conjetura de que acaso nos hallemos al término de un período. Desde luego, hoy no es fácil ganar un concurso con un proyecto ‘tranquilo’, porque las pupilas estragadas reclaman estímulos extremos, y el cada vez más alto umbral de la sorpresa exige elevar constantemente el listón de la extravagancia; sin embargo, tampoco es sencillo imaginar cuánto trecho queda aún por recorrer en el camino de ese virtuosismo tan admirable como fatigoso: los dos últimos edificios terminados por los californianos Thom Mayne y Frank Gehry sirven para ilustrar lo lejos que se ha llegado por esta ruta de impacto y aventura.
El virtuosismo manierista de la última arquitectura, patente en dos recientes obras norteamericanas, es tan excesivo que insta a un ‘retorno al orden’.
A finales de los años 80, el restaurante Kate Mantilini era el lugar de encuentro de los arquitectos de Los Ángeles; diseñado por Morphosis, el local resumía con violencia abstracta el conflicto constructivo y la provocación geométrica de la escuela californiana que tenía a Frank Gehry como maestro y patrón. Quince años después, Thom Mayne sigue al frente de la firma (su socio de aquel tiempo, Michael Rotondi, la dejó para concentrarse en la escuela experimental de arquitectura que habían fundado juntos, SCI-Arc), pero el enragé atormentado de entonces se ha convertido, como señala The New York Times con asombro interrogante, en «el arquitecto favorito del gobierno», y su lenguaje barroco y catastrófico se ha desplazado de los restaurantes a los grandes proyectos públicos. Morphosis ha ganado dos importantes concursos en Nueva York, el de la Villa Olímpica en Queens —que se realizará aunque la ciudad no haya obtenido los Juegos— y el edificio de Arte e Ingeniería de la Cooper Union; tiene en construcción tres obras del programa de ‘excelencia en el diseño’ del gobierno federal, unas oficinas de la administración en San Francisco, un palacio de justicia en el estado de Oregón y una estación de seguimiento de satélites cerca de Washington; y ha terminado en Los Ángeles tres proyectos recibidos con elogio unánime, dos escuelas públicas y el colosal Caltrans District 7, la sede del departamento de transportes de California, que levanta sus 13 plantas forradas de aluminio papirofléxico en el mismo centro urbano donde en 2002 y 2003 se inauguraron la catedral de Rafael Moneo y el Disney Hall de Gehry.
El Caltrans de Morphosis aloja oficinas de la red de transportes de California en un prisma forrado de aluminio, con rótulos y neones que evocan las vallas publicitarias y las luces de los automóviles en las autopistas atareadas.
Concebido con desparpajo técnico y contundencia gráfica para evocar las autopistas flanqueadas por vallas publicitarias que desde allí se proyectan y gestionan, el edificio manifiesta su fe atropellada en el futuro y su veloz optimismo con los mismos recursos que los constructivistas rusos: los andamiajes vistos, la cartelería diagonal o los vuelos acrobáticos. El conjunto se envuelve con una piel metálica perforada, que se derrama en pliegues para formar marquesinas y se escarifica con guiones decorativos o con párpados mecánicos que se abren en el crepúsculo. Es a esa hora cuando mejor se percibe su condición de metáfora de la ciudad de billboards y freeways, porque la luz incierta del ocaso otorga el protagonismo a la instalación de neones del artista Keith Sonnier, Motordom, donde las bandas paralelas rojas y azules que recorren la plaza exterior y el vestíbulo urbano de cuatro plantas remiten a la imagen familiar del denso tráfico de la autopista, congelado en las líneas de colores de las fotos de larga exposición.
El Stata Center de Gehry dispone los laboratorios de inteligencia artificial del MIT en un contenedor teatral y laberíntico, con formas danzantes que asemejan el conjunto a un risueño bodegón de dibujos animados.
En la otra costa de Estados Unidos, pero proyectado también por un californiano, el Stata Center de Frank Gehry en Cambridge es resultado del compromiso del Massachusetts Institute of Technology con la arquitectura de autor (Steven Holl ha construido muy cerca el polémico Simmons Hall, una residencia de estudiantes con una malla de huecos minúsculos, perforaciones azarosas y estridente cromatismo, y Charles Correa, Fumihiko Maki o Kevin Roche tienen todos obras en el campus), y es además el edificio en el que el lenguaje fragmentado del maestro de Santa Mónica alcanza el paroxismo. Destinado a los laboratorios de informática e inteligencia artificial, así como al departamento de filosofía y lingüística, el vasto conjunto de aulas, oficinas y salas de reunión —unidas por un laberinto de vestíbulos, rampas y galerías que la política de libre acceso del MIT convierte en un espectacular y onírico lugar público de encuentro— se construye con una multitud de volúmenes de diferentes materiales y colores que se maclan como si el sombrerero loco de Alicia hubiera juntado distraídamente las piezas del servicio de té para fabricar un bodegón disparatado y amable.
No es posible evitar la referencia a los dibujos animados, porque tanto las fachadas y pilares inclinados en el equilibrio inestable de una gelatina de cómic como la sinfonía de colores en el escenográfico interior hablan con destreza el idioma de Disney, y la secuencia de pabellones estrambóticos de las cubiertas —Aquiles, Buda, el Casco, la Jirafa, los Gemelos— sugieren de inmediato su perfil de personajes en una película de animación. Pero este Piranesi de guardería sustituye al mítico Building 20, un enorme galpón de factura anónima construido a toda prisa durante la Segunda Guerra Mundial para desarrollar el radar —cuya productividad científica posterior fue tan formidable que recibió el apodo de ‘incubadora mágica’— y es legítimo preguntarse si la creatividad tecnológica exige necesariamente la inventiva formal. El actual presidente del MIT considera que su campus se asemeja, en su homogeneidad sin pretensiones, al paisaje disciplinado de una base militar, y cree que el virtuosismo inesperado de la arquitectura de autor ahora promovida puede expresar mejor la aventura de la investigación y el conocimiento. Por lo menos él no añora a Corelli.