Epifanía del momento
A quienes hayan seguido con atención la admirable continuidad de la obra de Antonio Cruz y Antonio Ortiz tal vez les sorprenda, como algo nuevo en su carrera, proyectos tales como el concurso para la Ampliación del Reina Sofía, el proyecto para el Solar de Caballería en Burgos o el Pabellón de Hannover. Diríase que en ellos la condición reposada y serena que apreciábamos en muchos de sus trabajos anteriores se pierde en aras de reflejar un universo fluido y maleable. Cruz y Ortiz no son los únicos a quienes les tienta esta aventura. Desde hace algún tiempo, los arquitectos han abandonado la cuadrícula ortogonal en que apoyaban su geometría para desplegar en el espacio onduladas estructuras con las que parecen aspirar a representar y registrar el movimiento. Tales aspiraciones no son, por otra parte, completamente nuevas. Cuando Alvar Aalto sorprendió al mundo con las paredes onduladas del Pabellón de la Feria en Nueva York (1938) los críticos hablaron de los muros del Palacio Carignano de Guarini y de la inquieta geometría de las iglesias borrominianas como referencia. Le Corbusier, más tarde, y con él tantos arquitectos latinoamericanos, se sintieron atraídos por una arquitectura que quería producirse al dictado del movimiento. Pero sin duda ha sido en estos últimos años cuando nos encontramos —con el último Gehry, por un lado, y con quienes pretenden transformar la arquitectura en inquieto paisaje, por otro— ante un modo de hacer arquitectura que parece negar aquella condición de inmovilidad radical que hasta ahora ha sido consustancial con la disciplina.
¿A qué viene todo este preámbulo, cuando de lo que se trata es de situar cuál es el carácter de aquellas obras singulares de Cruz y Ortiz a las que aludíamos al comenzar estas líneas? Como ya ocurría en otros de sus proyectos, en estas obras agitadas e inquietas a las que me estoy refiriendo son más las diferencias que las similitudes lo que las distingue. Así, en el Reina Sofía se alude al movimiento y el discurso arquitectónico parece insistir, una vez más, en la promenade que en esta ocasión nos anima —como ya ocurría en el Guggenheim de Frank Lloyd Wright— a un placentero descenso. El museo como lugar en el que la cultura se convierte en satisfacción hedonista parece estar presente en este proyecto. Pero sería equivocado juzgar la ampliación del Reina Sofía desde aspectos estrictamente museísticos y funcionales. Lo que parece interesar a Cruz y Ortiz es el contraste. La ampliación se entiende como simbiosis y el nuevo edificio como adherencia que no obliga a nada. Es la epifanía del momento lo que parece importar a los arquitectos sevillanos, epifanía que se traduce en la falta de prejuicios con que se tratan la cubierta y el muro. El gesto formal —casi grafológico— se construye convencionalmente. Es ahora el gesto lo que cuenta, es en el gesto donde radica la fuerza de esta arquitectura que no tiene por qué dar razón de la lógica que la soporta en términos de composición o construcción. Dar fe del momento, de aquel instante en el que los arquitectos concibieron este edificio, cuenta aquí más que un discurso estructuralista dispuesto a reconsiderar la masa y la traza del viejo hospital mediante la construcción de un edificio complementario que le ayude a mantenerse en pie. El énfasis puesto en hacernos ver que los edificios tan sólo comparten algún elemento de comunicación vertical, vendría a confirmar lo que en estas líneas se afirma.
En el Solar de Caballería la actitud es diversa, si bien también en ella se hace uso del contraste. Y así, de un modo consciente, se ofrece al futuro visitante un edificio desde el que contemplar la ciudad y su pasado y que, a pesar de ser respetuoso con la escala y con el entorno, manifiesta abiertamente su artificialidad. Paradójicamente la artificialidad se pone de manifiesto desde la mímesis. Y al aceptarla —corriendo el riesgo de estar próximos a un parque temático al replicar la topografía de la Cueva de Atapuerca— Cruz y Ortiz se encuentran con lo que será el más atractivo episodio de esta arquitectura: la exploración de lo que es posible hacer con la construcción de un muro, lo que equivale a decir manipular su espesor y su forma. Entre los dos episodios que dan vida a esta propuesta se establece un fructífero diálogo, o contrapunto si se quiere, entre una arquitectura que hace del contorno y del perímetro su bandera —lo externo parece prevalecer en ella— y otra en la que los espacios internos —el auditorio— definen y dictan lo que será tanto el volumen como la estructura de lo construido. Las diferencias en planta —tan importantes, tan conscientemente establecidas— se igualan con la cubierta, un plano inclinado que será, en último término, el elemento clave para definir la forma. La interacción entre el abstracto plano de la cubierta y el preciso perímetro de la planta da como resultado un volumen que, de haberse construido, establecería sin duda una definitiva distancia con el entorno urbano existente.
En el Pabellón de Hannover, el esfuerzo por disolver el convencional cuadrado que la Feria había designado a España como solar se manifiesta en una arquitectura quebrada y fracturada. La dificultad que implica la propuesta se pone de manifiesto en la problemática transición que convierte el triturado bosque de caprichosas pilastras poligonales en artificiosos paramentos en los que la elección del material —corcho— habla del deseo que los arquitectos tenían de abandonar caminos trillados. El complejo y equívoco sistema de vacíos que queda acotado por la suavemente quebrada pared de corcho da lugar a un espectacular ámbito que cabe considerar como auténtico corazón del pabellón. El gigantesco lucernario asume la condición de metafórico centro de un universo en torno al cual giran todos los elementos de la arquitectura: la vía láctea de las múltiples pilastras que actúan como filtro de acceso. La ambición de recrear con la arquitectura un nuevo marco natural en el que dar razón de lo que es hoy la vida española parece haber sido el proyecto de los arquitectos.
Confío en que estas breves notas sobre tan singulares edificios ayuden al lector de las mismas a no confundir el trabajo de los sevillanos con el de tantos arquitectos seducidos por la forma ondulante, atraídos por un mundo sin forma, formless para los críticos anglosajones que se ocupan del asunto. Hecha esta observación, forzoso es reconocer que sí supone un inquietante cambio de dirección en lo que hasta ahora fue su trayectoria. Me atrevería a decir que en todos estos proyectos se produce un desplazamiento en la relación arquitecto-arquitectura que lleva a primar al objeto frente al sujeto. O, dicho de otro modo, se traslada ahora a la obra toda la responsabilidad de la forma. La adherencia al Reina Sofía, el fragmento mineral del Solar de Caballería y el microcosmos de Hannover son, ante todo, edificios en los que su condición física de objetos no sólo está presente, sino que prevalece: el proyecto del Reina Sofía, dada la condición simbiótica del nuevo edificio, tiene algo de objeto y naturaleza a un tiempo; apetecemos que la maqueta del proyecto de Burgos esté en nuestras manos para sentir el peso que tiene, como si de un mineral se tratase; el Pabellón de Hannover, por último, nos hace pensar inmediatamente en objetos arquitectónicos tan conocidos que la cita se hace innecesaria. Que estos proyectos nos proponen arquitecturas con vida propia (y de ahí que hable de objetos) es, a mi entender, evidente.
Tal actitud es bien distinta a la de muchos de los arquitectos que hoy buscan —sirviéndose del concepto de fluidez— olvidar la condición de objeto que los edificios tienen al convertir la arquitectura en simple campo en el que actuar o, si se prefiere, en paisaje. Este reconocimiento de valor que tiene la individualidad de lo construido parece convertirse, en los arquitectos sevillanos, en vértigo que les lleva a explorar lo desconocido y supone, como decía, un cambio en su trayectoria que hay que valorar en lo que merece. Sobre todo si se considera que hasta ahora su carrera había sido toda una lección de continuidad puesta de manifiesto en su desarrollo en cuanto arquitectos, en su biografía. Abandonar, llegados a un momento de madurez en su carrera, su camino para adentrarse en uno no conocido es todo un gesto que habla de lo mucho que Antonio Cruz y Antonio Ortiz valoran el sentirse libres, sin compromisos previos y personales ante cualquier nuevo proyecto. Lo que es, una vez más, prueba del respeto que sienten por la arquitectura.