Opinión 

Encuentros y desencuentros

Publishing Calatrava

Luis Fernández-Galiano 
01/09/2021


Mi trabajo de editor me ha llevado a establecer vínculos estrechos con muchos de los más grandes arquitectos contemporáneos, pero no ha sido así en el caso de Santiago Calatrava. Pese a ser compatriotas y coetáneos, nuestra relación ha sido episódica, y esmaltada por algún desencuentro. Impopular entre sus colegas, por mi parte he sido siempre más positivo que hostil ante su obra, y estoy convencido de que la historia lo juzgará mejor que el mainstream de la crítica actual. Arquitectura Viva se ha ocupado de su trabajo desde su fundación en 1988 —el mismo año que presenté en el Anuario El País su puente de Bac de Roda como la obra más significativa del ejercicio—, le dedicó las primeras portadas en 1991 con la estación de Stadelhofen y en 1992 con la torre de Montjuic, y hasta hoy acumula más de 150 referencias; en El País defendí el puente del Alamillo y el pabellón de Kuwait como los dos hitos de la Expo sevillana de 1992, y el año siguiente examiné en detalle su trayectoria bajo el rótulo ‘Gótico civil’. Sin embargo, nuestro primer contacto no tuvo lugar hasta septiembre de 1994, en el contexto de la preparación de un número monogáfico de AV, que aparecería finalmente en 1996, con un collage miguelangelesco en portada y artículos de Frampton, Tzonis y Lefaivre, Von Moos y el prematuramente desaparecido José Antonio Fernández Ordóñez, que venció sus reticencias iniciales para prologar el número con inteligencia y generosidad.

Santiago y su mujer Tina vivían entonces en el Marais, a veinte metros de su estudio parisino, aunque el despacho más importante seguía siendo el de Zúrich, base de las obras en Alemania y Suiza, además del equipo de ingenieros, del archivo y de las publicaciones, mientras que el más reducido de Valencia atendía solo las direcciones de obra en España. El conjunto de estudios, de cuya gestión Tina formaba parte, tenía en aquel momento numerosos encargos en España y Portugal: el Ferial y el Auditorio de Tenerife, uno en obras y otro en proyecto; la pasarela de Ondarroa, ya terminada; el aeropuerto de Bilbao, cuya construcción se iniciaba en primavera, y la pasarela de Anabitarte sobre la ría; el Museo de la Ciencia de Valencia, próximo también a iniciarse; y la ya muy adelantada estación de Lisboa. También aquellos días se había abierto una exposición de su escultura en Japón —la segunda tras la de Zúrich en 1985—, pero Santiago aseguraba no querer vender, al ser objetos experimentales que conservaba en casa. Otra cosa era la lámpara de Artemide, que reproducía la forma de su torre barcelonesa, o sus mesas, que se vendían como ejemplares únicos. Pero la conversación coincidió con el desenlace del encargo del Reichstag berlinés, que había enfrentado a Foster con Calatrava y dejado en este heridas abiertas. El asunto no quedaría allí, y sería origen de nuestro más ácido desencuentro.

Tres semanas después, ya en octubre, Santiago me llama por teléfono y durante más de una hora me expone una mezcla de memorial de agravios y apología pro vita sua que escucho con atención, tomando algunas notas que aquí solo puedo bosquejar. En la conversación aflora inevitablemente su resentimiento con Foster, pero también su afecto por Gehry o su curiosidad por Moneo, cuyo lenguaje orgánico «remite a Scarpa». Reclama que AV dé una versión seria de su trabajo —que El Croquis al parecer no ha logrado—, rechaza a Peter Buchanan como articulista, y si aprecia a los polytechniciens franceses o a ingenieros como Ove Arup, no soporta a los arquitectos que trabajan para el big money y se esconden «detrás de cables y tornillitos», ya que los ingleses sólo vienen «a cortar las piernas y a vender». Y desde luego no admite ser calificado de barroco, «¿tú me entiendes?».

A esta conversación siguió un envío de su mano de quince páginas de fax con documentos sobre la controversia con Foster acerca del concurso del Reichstag, que sin duda le preocupaba, al estar recibiendo considerable atención de los medios. En días sucesivos publiqué en diferentes secciones de El País tres artículos sobre el asunto, que procuraban reducir la acritud del conflicto entre arquitectos e interpretar la nueva cúpula del Reichstag en términos simbólicos y políticos, pero debieron incomodar a Calatrava, porque recibí de su oficina una nota deplorando el tratamiento dado a la polémica por el diario, y ya de paso expresar su frustración porque Lyon-Satolas no apareciera en la portada de Arquitectura Viva. Las quejas estaban tan poco fundadas, y me produjeron tanto enfado, que respondí con una extensa carta que reproduzco porque ilustra la en ocasiones difícil relación entre arquitectos y críticos, donde los vínculos de cercanía pueden hacer imposible juzgar con ecuanimidad la obra creativa. Como decía un crítico taurino, en la época en que se hablaba de los sobres de dinero como una forma de comprar voluntades y reseñas favorables, «el peor sobre es la amistad».

«Querido Santiago:

Recibo con gran indignación la carta de tu oficina que me reprocha no publicar en portada de Arquitectura Viva Lyon-Satolas y el tratamiento dado en El País a la polémica sobre el Reichstag.

Sobre la primera cuestión, no es difícil darse cuenta de que Arquitectura Viva publica en portada una imagen que ilustra el tema monográfico cubierto en los artículos y proyectos iniciales —en este caso, edificios culturales vinculados a las artes, que figuraban bajo el título ‘Teatros del arte’—. Cuando un edificio tuyo ha formado parte de ese grupo monográfico de proyectos, ha aparecido en portada, tal como ocurrió en el número 17, ‘Neoconstructores’, con la estación de Stadelhofen, o en el 25, ‘En Barcelona’, con la torre de Montjuic; pero no es muy razonable reclamar que Lyon-Satolas ilustre ‘Teatros del arte’.

Sobre el segundo tema, las protestas deben dirigirse sin duda al director del periódico, ya que mi responsabilidad en él se limita a la página semanal de arquitectura en el suplemento Babelia. Dicho esto, juzgo las observaciones que se hacen extraordinariamente injustas y singularmente mal informadas. En Babelia se te dedicó una página el año pasado (firmada por mí) y otra este año (escrita a petición mía por François Chaslin), ilustradas ambas por cierto con imágenes de Lyon-Satolas, único edificio que ha sido reproducido dos veces desde que se inició la sección de arquitectura, y al que hice también una referencia elogiosa en mi reseña crítica sobre la decisión del jurado del Premio Mies van der Rohe, que te acompaño.

Acerca del asunto del Reichstag, recordarás que, después de nuestra larga conversación telefónica del día 10 de octubre, me remitiste por tu propia iniciativa 15 páginas de documentos sobre el tema, que por «delicadeza y diplomacia» —exactamente los rasgos cuya carencia tu oficina me reprocha— decidí no utilizar, entendiendo que las acusaciones implícitas de plagio no poseían suficiente fundamento, y estando persuadido de que una polémica de esta naturaleza no favorecería a nadie: ni a ti, ni a Foster, ni al periódico.

Pese a ello, las menciones al tema que hiciste en tu conferencia de Madrid, la posterior presencia de Foster en la ciudad y la coincidencia de las exposiciones de ambos alertaron a las secciones de cultura de ABC y El País, que persiguieron el asunto por su cuenta y que, al menos en el caso de El País, recibieron de tu oficina abundante documentación, que utilizaron a su criterio.

Mi intervención en el asunto se ha reflejado en tres textos, que te adjunto para tu información.

1. ‘Un símbolo de la reunificación’ (22.10), en mi sección de Babelia, donde hago una leve referencia a tu disgusto —por otra parte público— con el proyecto de Foster, pero remitiéndome al debate, a mi juicio más interesante, sobre los símbolos de la nación alemana.

2. ‘Manchester-Valencia’ (23.10), redactado a petición de la sección de cultura, donde procuro quitar hierro a la polémica, eludiendo enteramente el disparatado tema del plagio.

3. ‘Cúpulas culpables’ (15.11), publicado en la sección de opinión, que contempla el asunto más general de las arquitecturas políticas, y donde tu proyecto se describe con especial afecto.

Como crítico de arquitectura en El País, como director de Arquitectura Viva y AV, y como catedrático de Proyectos de la Escuela de Arquitectura, mi único activo es la independencia de juicio, que me esfuerzo en ejercitar sin atender a presiones, simpatías o desafectos. Las relaciones con tu oficina han sido difíciles en el pasado —a diferencia de lo que ocurre con la inmensa mayoría de los arquitectos a los que publicamos— y ello no me ha impedido valorar positivamente tu trabajo. La desafortunada carta que me enviáis no va a alterar esta línea de conducta, pero arroja serias dudas sobre el talento de la oficina en la gestión de sus relaciones públicas.

En su momento comentamos la posible edición de una monografía de AV dedicada a tu obra, para la que sugeriste artículos de Kenneth Frampton, Stanislaus von Moos y Alexander Tzonis, todos ellos, por cierto, colaboradores frecuentes de nuestras revistas y amigos personales desde hace muchos años. No hace falta decir que la oferta que te hice sigue en pie, y que estos desencuentros no empañarán mi admiración por tu trabajo».

Los artículos sobre el Reichstag se publican en este volumen, así que cualquiera puede formarse una opinión sobre su tono; y Lyon-Satolas me pareció suficientemente importante como para destacarla como una de las «diez obras emblemáticas de diez años veloces» —junto con, entre otras, el Banco de Hong Kong y Shanghái de Foster o el aeropuerto de Kansai de Piano— en un artículo publicado en 1995 en El País Semanal, y no me resisto a recordar mi comentario, inevitablemente titulado ‘Movimiento gótico’:

«Concebida para conectar la red ferroviaria de alta velocidad con el aeropuerto de la segunda ciudad francesa, la estación de Lyon-Satolas evoca a un tiempo el movimiento vertiginoso de los trenes y el vuelo de los aviones. Proyectada por el valenciano Santiago Calatrava con sus características estructuras escultóricas de hormigón, que dan aires de gótico civil a este extraordinario monumento del transporte, la estación reúne en su diseño el talento del arquitecto y el del ingeniero. El vestíbulo de alas desplegadas —con ecos del pájaro construido por Eero Saarinen para la terminal de la compañía TWA en Nueva York— anticipa la inminencia de la terminal aérea, y la esbelta tracería de las marquesinas cubre las vías con una bóveda luminosa de vidrio y hormigón. Esta naves nervadas y solemnes detienen un momento el tránsito veloz de los andenes, y otorgan una dignidad antigua a la fugacidad trivial de los desplazamientos contemporáneos».

La monografía de AV se llevaría finalmente a cabo, pero la relación personal con Calatrava entraría en punto muerto durante más de una década, hasta que el azar nos hizo coincidir en la Universidad de Yale, donde yo estaba como scholar del Whitney Center for the Arts and Humanities cuando Santiago vino a impartir las prestigiosas Tanner Lectures y el Whitney le ofreció una cena en el que era entonces nuestro restaurante favorito, el Ibiza. Acompañado de Tina y de su hijo Gabriel, Santiago y yo tuvimos ocasión de conversar largamente, y quizá es ilustrativo reproducir mis notas, que documentan cándidamente su paso por New Haven.

«Santiago y Tina viven desde hace cuatro años en Nueva York. Dos de sus hijos (Gabriel y Miguel) hacen doctorados de Ingeniería Civil en Columbia, el mayor (Rafael) convalida en Valencia sus estudios de Derecho en Suiza y la pequeña, de doce años, quiere ser diseñadora de moda. Gabriel hará Arquitectura, y Miguel Business, cuando termine Ingeniería. Conocí a Gabriel, encantador, muy parecido en carácter a su madre, que, aunque sueca, es hija de italiano, de manera que en la familia hablan en una babel de lenguas. Suizo-alemán entre el matrimonio, castellano Santiago con sus hijos, valenciano cuando vivía la madre, sueco e italiano por parte materna, francés por la proximidad y el inglés inevitable. Además, el hijo mayor habla ruso (después de ver La caza del Octubre Rojo, su padre le envió a aprender en Moscú y Leningrado), el segundo chino (con largas estancias en Singapur y Pekín), el tercero árabe y la niña portugués. ¡Una ONU! Los chicos han estado escolarizados en España para no perder las raíces, aunque a Gabriel tuvo que sacarlo de los Agustinos de El Escorial cuando descubrió que era casi una institución penitenciaria. Allí eligió como tutor de su hijo al taxista que les llevaba de un lado a otro (Santiago no conduce, y a Tina no le gusta), un antiguo secretario de Buñuel que hablaba de don Luis con reverencia, y con el que hicieron amistad. De hecho, fue la lectura de la autobiografía de Buñuel, Mi último suspiro, lo que llevó a Calatrava a explorar El Paular… Me recomienda leerlo. Sabiendo que soy de Calatayud (en el Ibiza nos han servido un vino tinto de Ateca), me habla de su admiración por Gracián, y me invita a cenar en Nueva York con la familia. Hablamos de José Antonio Fernández Ordóñez (que prologó el AV monográfico), de Fisac (al que envió flores después de visitar una de sus iglesias, la de Alcobendas), y de Sota, al que también admiraba, aunque lo trató poco. Comentamos el lío de su pasarela en Bilbao, donde no he querido intervenir como experto del Ayuntamiento, la importancia de la propiedad intelectual, la exposición del Metropolitan y la crítica (a su juicio difamatoria) de Martin Filler. Me habla también de su cliente irlandés para la torre de Chicago, que le ha pedido un lugar de meditación en el pináculo, porque tiene inquietudes espirituales, aunque no confesionales. Bob Stern (que se declara no religioso, aunque educado en el judaísmo) comenta la posibilidad de encargarle una capilla multiconfesional —un poco como la de Saarinen en el MIT, que Santiago admira— para la que ha pensado un emplazamiento en la Science Hill, y que tiene mucho apoyo político (incluyendo el de un compañero de pupitre de Bush, muy influyente aquí). Tina, Santiago, Bob y yo compartimos la mesa presidencial con el director en funciones del Whitney, Edward Kamens —que enseña cultura japonesa—, y mi ya amiga Eeva-Liisa Pelkonen, casada con un Yalie, arquitecto como ella. Sorprendentemente, Peter Eisenman, que ha presentado a Santiago, cena en una mesa secundaria, y regresa a Nueva York antes de terminar el evento. La primera conferencia de Santiago fue casi toda ella dibujada. Sentado a una mesa, produjo entre doce y veinte acuarelas de sus proyectos, mientras el público seguía el movimiento de sus manos en la pantalla grande y las pequeñas mostraban imágenes de las obras con el acompañamiento musical de Bach. Las acuarelas se donaron a la Beinecke Library, y el público sintió que había visto trabajar a Miguel Ángel. Lo cierto es que dibuja muy bien, por más que el sentido del color en las acuarelas no sea óptimo, y las comparaciones entre formas naturales y construidas algo banales. En la segunda conferencia ilustró con croquis sus ideas estructurales —con mucho énfasis en la caja de torsión— y proyectó una película de sus obras en movimiento, donde eché en falta el pabellón de Kuwait en Sevilla».

Pocos días después de la cena me haría llegar una manoseada edición de bolsillo de Mi último suspiro —que agradecí todavía más por su condición de usada— y un lujoso volumen de su obra completa, dedicado con un dibujo a la acuarela. Pero la cena en su casa de Park Avenue no llegó a materializarse, y mi relación con Calatrava se detiene aquí: pocos encuentros y algún desencuentro, en el contexto de su conocido aislamiento del entorno profesional y académico de la arquitectura.


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