El futuro del sur es el norte. Tal afirmación lapidaria, que evoca la de Ortega «España es el problema, Europa la solución», no expresa desinterés por la identidad meridional. Manifiesta más bien la convicción de que el porvenir de las zonas periféricas de nuestro continente reside en la vinculación con su núcleo más dinámico. Por otra parte, la globalización no tiene por qué ser incompatible con la defensa de la diversidad, como los europeos subrayaron en Seattle, aunque sí es difícil de conciliar con la sacralización de las esencias castizas tan cara a los movimientos identitarios. El sur es un paisaje físico y humano, pero no un estado de ánimo, y menos que ninguno el fatalista según el cual el sur tiene un gran futuro... y siempre lo tendrá.
En Andalucía, el futuro son las comunicaciones y transportes, la industria agroalimentaria y la demanda turística. Despensa y destino de Europa, esa Andalucía que se está gestando no es un híbrido artificioso de California y Florida; es un proyecto verosímil para un territorio privilegiado, que reúne la riqueza edafológica con la singularidad climática, y el patrimonio histórico y artístico con la belleza excepcional del litoral. Sin embargo, este proyecto exige la conservación de un paisaje que resume la generosidad feliz de la naturaleza y la abundancia estratigráfica de la cultura; un paisaje amenazado hoy no tanto en sus olivares y dehesas o en sus ciudades como en unas costas crecientemente expoliadas por la codicia y la desidia.
La arquitectura plural de Andalucía ha sabido alimentarse a la vez del caudal lento de su tradición y de la influencia fértil de formas importadas. Además del contacto con Madrid, hoy acelerado por un AVE que enlaza la estación de Atocha de Moneo con la de Santa Justa de sus discípulos Cruz y Ortiz, Andalucía ha sido un humus propicio para las ideas de maestros como Rossi y Siza; y ha llevado su vocación cosmopolita al diálogo de las últimas promociones con sus coetáneos suizos y holandeses, mostrando un apetito de novedad que sólo amortigua la inercia técnica y social. Pero esta arquitectura ávida de estímulos y voraz de información ha abdicado de esa modernidad genuina que es la ambición territorial y paisajística.
Reduciendo el ejercicio profesional y la práctica artística a la construcción de objetos auristas, la arquitectura renuncia a su dimensión cultural y crítica. Y al entregar el campo del paisaje al dominio exclusivo de la política y el dinero, deserta de un compromiso ético y estético con el futuro cabal de su comunidad. El discurso de la arquitectura se teje en una conversación poliédrica entre las instituciones y las élites, y tanto unas como otras se están manifestando incapaces de intervenir con eficacia en la conformación armoniosa del territorio. Ante esta responsabilidad coral resulta estéril la implosión satisfecha en el tibio corazón disciplinar: el sur siguiente no debería ser sólo el de una nueva generación hipermodema, sino el de quienes entienden que el futuro del sur es el paisaje.