La Europa-fortaleza aloja a los migrantes en el mar. El Bibby Stockholm, una gabarra residencial construida en 1976 para usarse como alojamiento alternativo, se ha convertido en un símbolo de la crisis migratoria al atracar en un puerto británico coincidiendo con la aprobación por el Gobierno de Rishi Sunak de una ley que dificulta la acogida de refugiados. Desde luego, el Reino Unido —que ha propuesto deportar migrantes a Ruanda, a las islas de Ascensión y Santa Elena, e incluso a plataformas petrolíferas desmanteladas— no es el único país donde el sistema de asilo está en discusión. Los miembros de la Unión Europea no se ponen de acuerdo sobre el Pacto de Migración y Asilo, ya que muchos de ellos sufren el impacto político y económico de una inmigración ilegal que ha aumentado tras la pandemia, y lo mismo sucede en destinos deseados como los EE UU, con el interminable drama de su frontera sur, o como Australia, que mantiene a los solicitantes de asilo en islas del Pacífico. Sin embargo, la caricatura náutica de la barcaza penitenciaria evoca el reverso ominoso de las pateras del Mediterráneo o los botes del Canal donde los inmigrantes arriesgan su vida huyendo de la guerra o la miseria, y eso la convierte en un emblema de la Europa atrincherada frente a esas multitudes desvalidas.
Esta inmigración es un gran desafío de los países prósperos, que si por una parte necesitan la fuerza laboral que su demografía declinante no suministra, por otra temen la inseguridad creada por el desarraigo, así como la mutación cultural y étnica que los ideólogos nativistas llaman ‘la gran sustitución’. Cómo abordar este fenómeno es hoy un elemento clave de la agenda política europea, en Alemania o los Países Bajos, en Italia o Grecia, en Hungría o Polonia, por no hablar de la Francia que ha vuelto a experimentar la explosión de la banlieue. Pero junto a estos flujos migratorios no podemos olvidar la dimensión colosal de los desplazados por las guerras o las catástrofes, con frecuencia dentro del propio país o en zonas próximas, y que se calculan en 100 millones de personas. Alojados habitualmente en campamentos que se quieren provisionales y a menudo se mantienen durante años —esto es precisamente lo que motivó el diseño de las Essential Homes que Norman Foster presentó en la Bienal de Venecia—, la población desplazada puede ver su número significativamente incrementado como consecuencia de las frecuentes sequías, la degradación de los suelos o las inundaciones producidas por el cambio climático, que están devastando ya la agricultura de subsistencia en muchas regiones del planeta.
Las cifras no son fáciles de estimar, pero si los pronósticos más apocalípticos aseguran que con un incremento de 4ºC en 2100 se habrán hecho inhabitables las zonas donde hoy viven 3.500 millones de personas, el estudio prospectivo Groundswell del Banco Mundial pronostica que en 2050 entre 44 y 216 millones de africanos, asiáticos, europeos del Este, latinoamericanos o habitantes de las islas del Pacífico se habrán convertido en refugiados climáticos. Buena parte de este movimiento poblacional se materializará en desplazamientos del campo a la ciudad, haciendo más rápido el proceso de urbanización, lo que conlleva un mejor acceso a trabajos remunerados, a la educación y a la salud, una inevitable mutación cultural y la reducción de la fertilidad, pero que sin duda exige preparar la infraestructura física para atender a los que llegan, con escuelas, centros de salud, transporte y alojamiento. El desafío arquitectónico y urbanístico es al cabo tan importante como el político o social, y si las personas desplazadas por los conflictos, los desastres o el clima merecen alojarse en ‘hogares esenciales’ que protejan sus vidas cotidianas, los migrantes económicos y los demandantes de asilo político no deberían marginarse en lazaretos flotantes que lesionen su dignidad y avergüencen a los que los acogen.