Después de la industria

Andrés Cánovas 
31/01/2013


En el hipotético caso de volver a abrazar la religión católica, no me cabe duda de que acabaría travestido de jesuita catalán desplazado a Andalucía. Y, como los cordobeses empeñados en serlo a cualquier precio, acudiría cada domingo por la mañana a oír misa en la mezquita: «¡Hay misa en la mezquita!» Es un lugar tan mágico y complejo, tan constituido de capas de historia, que semejante afirmación se asume de manera absolutamente convincente. Se podría no haber intervenido en la edificación y esta habría sido distinta; al haber intervenido, también es distinta; fue distinta en sus múltiples ampliaciones; y es distinta ahora en distinto contexto.

Encapsuladas las edificaciones que, por edad e independientemente de sus cualidades, están protegidas hasta el paroxismo con la vaselina de ‘lo nuestro’, son los edificios industriales los que pueden ser objeto de un buen número de reflexiones y también de alguna que otra intervención alejada de lo previsible. Los términos ‘rehabilitación’ y ‘conservación’ se presentan como grapas que fijan las actuaciones a una realidad sobre lo existente: devolver la construcción a su estado original —como si eso fuese deseable y posible— o, en su caso, aplicarle el cloroformo de la estabilización.

«Algo sucede y, desde el instante en que comienza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo» escribe Auster con una simplicidad deslumbrante. La palabra intervenir recorre sendas más pedregosas, pero también más excitantes. La intervención nace de la pregunta, a veces impertinente, de la cualidad de las cosas; reflexiona sobre la necesidad y, en definitiva, infiere lo que debe hacer de manera valiente y cruda. Esa forma de actuación sobre los edificios industriales se desarrolla con la ventaja evidente de la desaparición del uso original bajo cuya estricta regla se edificaron. Una ventaja traicionera puesto que algunos arquitectos suelen olvidar la belleza áspera de lo que ha crecido sólo con la semilla de la utilidad. Aún así, las edificaciones en este contexto acogen el cultivo propicio para la intervención propositiva, para su transformación. Y es, cuando menos, curioso que, en la mayoría de los casos, esos lugares acaban siendo depósitos de una cultura que no parece dar para tanto.

La modificación de la materia construida se establece como una de las sistemáticas más frecuentes en la reconstrucción de las instalaciones que fueron contenedoras del trabajo industrial. Lugares en los que la intensidad de la memoria está presente, esos edificios unas veces se parchean, otras se benefician de la pintura, en ocasiones tatúan sus pieles con geometrías más o menos reconocibles, a veces se fabrican con objetos dentro del objeto, y otras veces se construyen a sí mismos con los materiales de su propia destrucción, acudiendo a la borrachera colectiva del residuo cero. Yo inclino mi simpatía por esta última opción etílica de reciclado, de enorme intensidad poética. Se cambia la materia de lugar, se le asignan nuevos usos y el edificio vuelve a ser distinto.

Ni rehabilitado como el Lute, ni conservado como Disney, ni tuneado como Jackson; ahora la metáfora de la actuación interminable —no sé si sostenible— es Cher: más de veinte intervenciones para redistribuir y densificar cambiando el uso, pasando así de un cuerpo que se mueve a un cuerpo que no se mueve…y aun si no se mueve, algo comienza a suceder.

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