Opinión 

Del monumento a la máquina

William Curtis 
31/12/1997


Aunque siempre vivió en Madrid, Alejandro de la Sota procedía de Galicia, una región con una luz fría y limpia, y una tradición vernácula basada en la severa manipostería de granito. Allí, cuando se usaba el vidrio, era en forma de lámina o pantalla enrasada con la piedra, una superficie plana, al mismo tiempo táctil y abstracta. Las obras maduras de Sota poseen precisamente esta cualidad de materialidad e inmaterialidad: como si tuviesen una presencia espiritual justo bajo la superficie de cosas tan simples como las jácenas de acero, las láminas de vidrio o la textura del ladrillo. Con esta sensibilidad esquiva y un temperamento espiritual, no es de extrañar que con el tiempo Sota se sintiese atraído por la arquitectura de Mies van der Rohe, una arquitectura que conocía sólo por los libros. Su propia búsqueda particular de los ‘puntos esenciales’ de la estructura y la tecnología vino a coincidir con una creciente insatisfacción de la sociedad española frente al extremado tradicionalismo del régimen de Franco. Aunque Sota no era radical en lo social (podría calificársele como ‘un conservador místico’), sí lo era en cuestiones de arte, y anhelaba esa ‘universalidad’ de las principales obras del Movimiento Moderno que le había sido negada a su generación en España. La tenue cualidad plana y las ormas ideales de Mies van der Rohe adquirieron así el carácter de emblemas morales para Sota, sintetizados en la combinación de una idiosincrasia progresista dotada de un núcleo espiritual... [+]


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