De la austeridad a la solidaridad
Una exposición y dos congresos han promovido el uso más eficaz de los recursos y el énfasis en los espacios comunes como armas frente a la crisis.
Al servicio de los arquitectos, pero también de las gentes que habitan edificios y ciudades, AV-Arquitectura Viva han propuesto enfrentarse a la crisis que hoy agobia a tantos países europeos mediante la doble herramienta de la austeridad y la solidaridad. Producto de una reflexión colectiva, que se ha materializado en los últimos dos años con una serie de eventos, muestras y publicaciones, este programa mínimo y esencial extiende el trabajo editorial a ámbitos más amplios, y aspira a cristalizar las opiniones de muchos en un conjunto poliédrico de manifestaciones. Entre todas ellas, merece destacarse la colaboración con la Fundación Arquitectura y Sociedad en la organización en 2010 y 2012 de sendos congresos internacionales de arquitectura.
El primero de ellos —realizado en Pamplona con el título ‘Más por menos’— animó a enfrentarse a la crisis que sufrimos con un espíritu optimista, recordando la necesidad de ver la botella siempre medio llena, e invitando a abordar la imprescindible austeridad como una ocasión de revisar los hábitos despilfarradores de las últimas décadas. No sólo la crisis económica, sino también el progresivo agotamiento de los combustibles fósiles y el cambio climático, nos animaban a intentar ofrecer más eficacia, más confort y más belleza con un menor uso de recursos siempre escasos. Hacer arquitectura con más bajos presupuestos, ahorrando materiales y energía, es sin duda una imposición de las circunstancias, pero también un desafío técnico e intelectual, una higiénica cura de adelgazamiento con saludables frutos éticos y estéticos. Cuatro meses después de este congreso se inauguró en el Museo de Arte Moderno de Nueva York una exposición —‘Small scale, big change’— donde se mostraba el trabajo de varios de los arquitectos que habían participado en el evento internacional de Pamplona, y resultó alentador comprobar que en ambos lados del Atlántico se exploraban caminos convergentes.
Los dos congresos de Pamplona reunieron a figuras de los cinco continentes: media docena de premios Pritzker junto a arquitectos emergentes, historiadores, críticos de arte, sociólogos, escritores y filósofos como Zizek.
Sin embargo, la apelación a la austeridad resulta insuficiente si no se complementa con una llamada a la solidaridad, de forma que los sacrificios de la crisis se repartan equitativamente y la superación de ésta se encomiende al esfuerzo compartido, un mensaje que el segundo congreso de la Fundación resumió taquigráficamente en el lema ‘Lo común’. Necesitamos poner énfasis en lo que nos une, desde los espacios y los edificios públicos hasta todos aquellos rasgos de la vida corriente que establecen entre nosotros vínculos comunitarios. No es suficiente con censurar el exceso: debemos promover lo compartido, porque solamente de lo que nos une podemos extraer la fuerza necesaria para resistir con éxito las tormentas económicas que ponen en riesgo la cohesión social y nuestro tejido institucional. También en esta ocasión un evento internacional, la Bienal de Arquitectura de Venecia, se abrió unos meses más tarde bajo una rúbrica similar, ‘Common Ground’ —con la participación en la exposición principal de muchos de los intervinientes en el Congreso, incluido el que suscribe—, y de nuevo fue estimulante saber que nuestras preocupaciones se compartían en ámbitos más amplios.
La multitud transforma edificios y ciudades con su presencia coral, sea frente a la Casa del Fascio de Giuseppe Terragni, en la Facultad de Arquitectura de Vilanova Artigas o bajo el Museo de Arte de Lina Bo Bardi.
La Bienal veneciana empleaba la imagen de una multitud para expresar gráficamente su propósito, y ese fue asimismo el hilo conductor de la presentación del congreso de Pamplona. Tanto los espacios urbanos como los grandes ámbitos de los edificios públicos sólo adquieren sentido cuando se convierten en escenario y marco de la vida social, y es la coreografía de la celebración o la protesta, del espectáculo o el duelo lo que otorga vida y significado a las fábricas inertes de la arquitectura. Sea una concentración política frente a la Casa del Fascio de Giuseppe Terragni, una asamblea estudiantil en la Facultad de Arquitectura de João Vilanova Artigas o un concierto bajo el Museo de Arte de Lina Bo Bardi, la multitud solidaria transforma la geometría seca de la construcción en el pulso cálido de la comunión ideológica o estética: ya nos refiramos a la alpina ciudad de Como o a la tropical urbe de São Paulo, la gente se apropia del espacio público, y da igual que se trate de una plaza urbana, del interior de un edificio sin puertas o del porche ciudadano de una dotación cultural.
Indignada o festiva, la reunión popular diluye el marco arquitectónico, como en El Cairo, Madrid o Nueva York, o bien hace del monumento telón de fondo y referencia, como en las imágenes de Tailandia o de Atenas.
Desde luego, no es lo mismo una manifestación fascista de apoyo a la anexión por las armas de un país africano —como en efecto era la concentración mussoliniana de 1936, que celebraba la victoria italiana en Abisinia—, una multitudinaria asamblea universitaria de protesta o un masivo concierto juvenil, pero todas esas expresiones de la vida colectiva tienen en común la exaltación del placer de estar juntos y la fascinación de contemplar cómo la concurrencia profusa de las gentes diluye los escenarios de reunión, sean estos urbanos o arquitectónicos. Al mismo tiempo, la unanimidad coral de la multitud anula la conciencia individual y ofrece un caldo de cultivo óptimo para la demagogia, el populismo o los vendavales de emociones que arrastran a los pueblos hasta su destino manifiesto o su catástrofe impuesta. La coreografía indignada de la cairota Plaza Tahrir tuvo sus ecos en la madrileña Puerta del Sol o en el neoyorquino Zuccotti Park (base del movimiento ‘Occupy Wall Street’, que también se manifestó en otras zonas de la ciudad), y en todos los casos —la primavera árabe lo mismo que los activistas españoles del 15-M o los grupos de protesta americanos— la simpatía espontánea por sus motivos se entrevera con el recelo ante el destino incierto de su empuje colectivo.
El common ground de la Bienal de Venecia se interpretó en ‘Spain mon amour’ con estudiantes de arquitectura que sostenían y explicaban maquetas de obras recientes, uniendo la tradición clásica con la intención crítica.
Hay un espacio sin fisuras donde los propósitos se disuelven y la multitud afirma, por encima de todo, su propia condición. Un carnaval o una protesta pueden trascender su naturaleza festiva o política para convertirse en escenarios cromáticos donde ropa, banderas o pancartas expresan la unanimidad del sentimiento. Cuando tal cosa ocurre, la arquitectura recede en la distancia y aparece sólo como un hito direccional o un telón de fondo teatral, ya se trate de una bulbosa mezquita en Tailandia o un edificio neoclásico en Grecia. De la misma manera, el edificio usado y habitado deviene otro muy distinto —difícil de advertir en tantas representaciones fotográficas de la arquitectura contemporánea que muestran las obras silenciosas y vacías— y las construcciones se hacen sólo comunes cuando sus espacios se agitan con el murmullo y hormigueo de los que las usan o visitan, deviniendo lugares donde la singularidad de las formas se diluye en la coreografía exacta de la vida social, y donde el empeño intelectual o artístico de sus autores palidece frente al espectáculo vigoroso de la vitalidad de las gentes.
Quizá en sintonía con este sentimiento, en la exposición ‘Spain mon amour’ de la Bienal veneciana quince jóvenes vestidos de blanco sostenían maquetas de quince obras españolas recientes, mostrando los logros de nuestra arquitectura y reflejando a la vez la actual situación dramática de la profesión, con un mestizaje visual de la iconografía clásica de santos, reyes o patronos mostrando modelos de iglesias o ciudades y las instalaciones críticas que usan el trabajo subalterno con ánimo de denuncia, aunque en este caso templado por el perfume leve de la comedia del arte. Los jóvenes estudiantes de arquitectura, que se relevaban cada semana, explicaban a los visitantes las obras y al tiempo comentaban la situación española o transmitían sus propias esperanzas y temores, convirtiéndose a la vez en intérpretes y protagonistas de la exposición. Descritos en muchas informaciones como ‘ángeles en paro’, los estudiantes dieron una imagen del país que, sin ocultar la realidad, era casi opuesta a la que ofrecen las dramáticas fotografías de la crisis española publicadas en la prensa internacional. ‘Spain mon amour’ era desde luego, como entonces la presentamos, «la celebración de un periodo, de sus arquitectos y de sus obras, pero también una elegía de un pasado ya desvanecido, un manifiesto amable contra un presente dislocado y una invitación a pensar el futuro de otra forma».
La morbilidad dramática de la actual crisis, que ha desbordado ya hace tiempo el terreno propiamente económico o financiero para instalarse en el ámbito inmaterial de los valores, invita a refundar la disciplina de la arquitectura —dejando a un lado todo narcisismo o autocomplacencia, y dejando atrás asimismo los excesos de tiempos recientes— para recuperar su condición esencial de profesión de servicio, íntimamente imbricada con la satisfacción de las necesidades sociales, que tienen una dimensión técnica y funcional, pero también estética y simbólica. La arquitectura habrá de esforzarse pues en dar ‘más por menos’: más seguridad, eficacia y belleza usando menos recursos escasos y siendo más responsable con el planeta. En la misma medida, habrá de centrar su atención en ‘lo común’: en todo aquello que, al compartirse, establece entre nosotros vínculos más estrechos y solidarios. Esa arquitectura más austera encontrará su elegancia en su despojamiento; y esa arquitectura más solidaria hallará su estética mínima en la ética máxima de la vida común.