La celebración del centenario de Arne Jacobsen (Copenhague 1902-1971) coincide con un momento en el que hay un exceso de arquitectura proyectada para provocar asombro. Y ello hace especialmente oportuno recordar con todos los honores que merece el transcurrir de un siglo la obra de un maestro indiscutible que posee, entre otras muchas, la cualidad de haber sido concebida sin la sonora, jovial y al mismo tiempo evanescente brillantez de los fuegos de artificio. Precisamente es la ausencia de efectos especiales —en beneficio de contenidos más profundos y silenciosos, propagados a través de soluciones despojadas de cualquier disfraz— lo que ha podido ser la causa de que la obra de Jacobsen, aunque respetada, se haya visto habitualmente de manera esquemática y se haya calificado de escasamente expresiva en comparación con la realizada por sus colegas nórdicos. Al mismo tiempo, los objetos de uso doméstico por él diseñados han nublado, con sus trazados amables, el importante trabajo arquitectónico que llevó a cabo. Las ondulantes sillas de madera, las protectoras butacas, los sillones estrictos, las piezas de menaje y otros elementos menudos todavía hoy comercializados son materia de culto, pero han contribuido a consolidar una imagen de Jacobsen como diseñador. Casi se podría hablar del injustificable sentimiento general de que su arquitectura es un escenario mudo, que por discreto hasta el aburrimiento engrandece aún más sus ya de por sí espléndidos muebles...
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