El proyecto de Zaha Hadid para el Estadio de Tokio fue uno de los puntos fuertes de la candidatura para los Juegos Olímpicos de 2020 que en 2013 se impuso sobre las de Estambul y Madrid. Pero dos años después se ha convertido en un lastre de tal calibre, que el Primer Ministro Shinzo Abe ha decidido anularlo para comenzar «desde cero». Las razones esgrimidas han sido en su mayor parte económicas pues, pese a las modificaciones que ha sufrido el proyecto, el presupuesto no ha dejado de crecer hasta alcanzar los 2.000 millones de dólares, un hecho que Hadid achaca al constante incremento de los costes de construcción en el mercado japonés. Pero, sin duda, en la decisión de Abe también ha influido la opinión pública, inevitablemente opuesta al proyecto a resultas de la agresiva campaña de descrédito instigada por algunos de los más renombrados arquitectos japoneses, como Arata Isozaki, Fumihiko Maki, Toyo Ito, Kengo Kuma y Sou Fujimoto. Las críticas han sido de diverso sesgo. Unas se han centrado en el desmesurada tamaño del estadio, cuyos arcos de 70 metros de altura sobrepasan en mucho la altura de 15 metros permitida en la zona histórica donde el edificio va a enclavarse. Otras han puesto en entredicho la pertinencia de construir una nueva dotación en lugar de rehabilitar el estadio preexistente. Y algunas, finalmente, han consistido en simples descalificaciones, como la de Isozaki, para quien el edificio, «una tortuga que espera que Japón se hunda para alejarse nadando», sería «una desgracia para las generaciones futuras».