Urbanizar el desierto no es tarea fácil, pero la globalización muestra que no hay nada imposible. La pregunta es a qué coste, aunque este dilema no parezca preocupar a los regímenes del Golfo. En ellos, el ‘desarrollo’ simplemente se ‘gestiona’, ocultándose tras una pantalla tecnocrática y políticamente correcta que anima a la colaboración.
Pocas veces se abren grietas en esa pantalla, pero cuando lo hacen, resultan reveladoras. Tal ha ocurrido en Qatar, el emirato petrolero cuyo desarrollo se confía al Qatar’s National Vision 2030, un gigantesco programa para la construcción de dotaciones de todo tipo gracias al impulso de los petrodólares locales, pero con mano de obra importada y ‘gestionada’ con modos casi faraónicos. El resultado puede expresarse con un simple guarismo, 426, que son los obreros de la construcción —en su mayoría indios y nepalíes— fallecidos en Qatar sólo en 2013.
A pesar de su crudeza, la cifra parece haber dejado fría a Zaha Hadid —encargada del gran estadio Al Wakrah para el Mundial de Fútbol de 2022—, que considera «no tener nada que ver con los trabajadores» y que «no es su deber como arquitecta» atender al problema, pues «no tiene poder» para cambiar nada. Se trata, sin duda, de una actitud irreprochablemente realista. Pero nada más. Mientras tanto, el Qatar’s National Vision 2030 sigue aspirando a «transformar Qatar en un país avanzado, sostenible y capaz de proveer un alto nivel de vida a su gente». Y dicen bien: a su gente.