Arco iris de gaviotas

El populismo tecnológico de la nueva terminal de Barajas simboliza el vigor económico de la etapa política clausurada con las elecciones de este mes.

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El País
30/04/2005


Que los aeropuertos evoquen el vuelo es casi inevitable, y de la TWA de Saarinen al Sondica de Calatrava hay una larga tradición de terminales en forma de ave; pero que el perfil del nuevo Barajas se asemeje a una bandada de gaviotas resulta tan oportuno que será difícil eludir la comparación irónica con el logo del Partido Popular. La que recibirá el nombre de Terminal 4 del aeropuerto madrileño, sin embargo, merece ser el símbolo arquitectónico de la presidencia de José María Aznar por razones más sustantivas: el formidable volumen de la inversión (2.440 millones de euros, incluyendo las dos nuevas pistas), ejecutada íntegramente durante sus dos legislaturas, que se han caracterizado por un crecimiento material sostenido; la figuración tecnológica de la obra y su naturaleza de umbral abierto al mundo, factores ambos apropiados para representar un periodo de modernización y globalización de las estructuras económicas y sociales del país; y, last but not least, la localización en la capital española, reforzando su centralidad en la red de comunicaciones y expresando bien la voluntad de utilizar Madrid como argamasa frente a las tensiones centrífugas de la periferia peninsular.

En un plano más anecdótico, la amistad de Aznar con Tony Blair, y la de éste con Richard Rogers —autor de la terminal junto con el madrileño Estudio Lamela— cierra el círculo de la conexión anglosajona que ha desplazado la política exterior española del núcleo de la vieja Europa franco-germana a ese imperioso Atlántico Norte que un día cristalizó en las Azores. Con todo, el nuevo Barajas nace para convertirse en el gran hub del tráfico entre Europa y el Atlántico Sur, ampliando el papel de nudo de comunicaciones con América Latina que ya tiene el aeropuerto madrileño, y que al crecer en su capacidad hasta 70 millones de pasajeros anuales permitirá manifestar a través de los flujos físicos los vínculos económicos que enlazan el tejido financiero y empresarial español con el de los países clave de América: una presencia transatlántica de esa España de ‘los nuevos conquistadores’ a la que la revista Time dedica su portada del 8 de marzo, y que sumada a la pujanza económica, la internacionalización modernizante y el centralismo reactivo simbolizados por el aeropuerto convirtieron Barajas, el pasado 13 de febrero, en el mejor escenario para los amenes de Aznar. 

Aunque los aviones no comenzarán a volar hasta agosto, y la nueva terminal no funcionará a pleno rendimiento hasta el año 2005, la obra civil está sustancialmente ejecutada cuando todavía no han transcurrido siete años desde la adjudicación del concurso a Rogers y Lamela, un plazo insólito teniendo en cuenta la magnitud y complejidad de la obra. Siete grandes constructoras agrupadas en uniones temporales (y hasta 776 subcontratas según UGT) han construido 1,12 millones de metros cuadrados repartidos en tres edificios: un aparcamiento de 9.000 plazas, una terminal principal de 1.142 metros de longitud y una terminal satélite de 927 metros, conectadas bajo las pistas por un tren automatizado, y que dan acceso entre ambas a 84 puertas de embarque. Los dos grandes diques longitudinales —lo mismo que las dársenas de conexión y los segmentos de facturación, recogida de equipajes y control— se organizan en diferentes niveles bajo la característica cubierta de pájaro en vuelo, que soporta sus ondas reiteradas con una estructura arborescente de hormigón y acero (dispuesta según una retícula de 9 x 18 metros), y que permite la iluminación natural a través de los lucernarios en las cumbreras y los cañones de luz abiertos entre las alas de las gaviotas. 

Inaugurada por Aznar al término de su mandato, cuando su puesta en servicio estaba aún lejos, la terminal 4 de Barajas es una obra luminosa y optimista que sostiene con árboles de acero techos de listones de bambú.

 

La multiplicación interminable de los módulos, que en el proyecto original formaban una cubierta extrusionada, se ha aliviado en el definitivo mediante una organización en lóbulos que disimulan las inevitables imperfecciones de ejecución y otorgan un amable movimiento ondulatorio al cálido intradós forrado de listones de bambú —aunque a costa de tener que recoger las aguas pluviales con un complicado sistema de bombeo múltiple, ya que la sección impide la habitual evacuación por gravedad—, procurando también evitar la monotonía y desorientación propias de edificios de un kilómetro de longitud con la policromía de la estructura, que, si bien mantiene el amarillo característico de las vallas o la maquinaria de las obras públicas en la zona central de las terminales, recorre todos los colores del arco iris a lo largo de su desarrollo: una decisión inesperada y quizá discutible, puesto que la fácil armonía del hormigón, el vidrio y el bambú con el pacífico amarillo del cuerpo medio deviene estridencia en los extremos de los diques; aunque desde luego se podría argumentar que este cromatismo encendido de guardería o plató televisivo ayuda a orientarse al pasajero, resulta popular por su legibilidad inmediata y se disuelve al fin y al cabo en la algarabía de tiendas que irremediablemente acaba colonizando las terminales. 

Para hacer más amable un edificio de dimensiones titánicas, la estructura que recorre las naves se ha pintado con los colores del arco iris, confiando en que la variedad cromática ayude también a la orientación del pasajero.

En Barajas, el perfil sonriente de pájaro o de labio está sostenido por ramas de acero que se bifurcan con naturalidad, y la cubierta alabeada descansa sobre ellas como una gruesa alfombra flotante, más rígida que una lona pero más leve que una losa. Esa elegancia ingrávida justifica perceptivamente la extravagancia estructural de los apoyos, y hace del conjunto un bosque luminoso y ordenado de rara seducción, atravesado por cañones profundos que revelan con riqueza espacial la complejidad superpuesta de la sección, con los trenes subterráneos, las cintas vertiginosas que distribuyen los equipajes, los hipódromos de las maletas o los mostradores de facturación. Exentos todavía de la irrupción invasiva del mobiliario, las tiendas y las mamparas, los edificios muestran sus defectos como un rostro bajo los focos, y las inconsistencias de diseño producidas por un proyecto acelerado se manifiestan con una nitidez que desdibujará el ajetreo de la ocupación; así, las bajantes abruptas en el eje central, los conductos de ventilación que suben perpendicularmente hasta perforar la cubierta, los módulos de servicio que se aproximan agobiantemente a los soportes o el desconcertante diseño paleoindustrial de las estructuras que sujetan las escaleras mecánicas y los ascensores-cápsula sorprenden ahora con un protagonismo visual que desaparecerá con el abigarramiento y la costumbre.  

Este proyecto colosal y admirable (el más importante del Estudio Lamela y, con el Pompidou y la Lloyd’s, el más significativo también de Richard Rogers) sufrió en la jornada inaugural de febrero la competencia mediática de tres grandes bronces de Manolo Valdés con poemas de Mario Vargas Llosa —adquiridos en algo más de un millón de euros a través de la galería Marlborough por el ministro de Fomento, Francisco Álvarez-Cascos, para decorar la terminal— que en algunos diarios recibieron más atención que el propio edificio. Las llamadas Tres Damas de Barajas, sin embargo, son unas rutinarias cabezas monumentales de figuración tardopop que hacen incluso añorar el Botero de la terminal actual; y los líricos monólogos inscritos en los rostros de La soñadora, La coqueta y La realista resultan ser unos textos de tan ridícula cursilería que deben suponerse producto de un lapsus o una broma. Pero quizás el mandato del presidente que ahora se despide resulte adecuadamente representado tanto por la solidez, ambición y pragmatismo de esta obra como por la trivialidad de su núcleo simbólico.


Etiquetas incluidas: