Ciencia y tecnología 

El futuro de la técnica

Un eje de conectividad para el futuro de África

Ricky Burdett 
30/04/2017


Incluso teniendo en cuenta el poco tiempo que llevo implicado en este proyecto como patrono de la Fundación Norman Foster, el futuro ya se me aparece convertido en realidad. Todos sabemos que la tecnología se mueve tan rápido que es difícil mantenerse al día, pero el Droneport va más allá. El valor añadido fruto de combinar un sofisticado enfoque de diseño, la conciencia de los costes sociales de la falta de intervención en África, y la inesperada pero bienvenida colaboración de Gobiernos e industria, están haciendo una realidad concreta de lo que al principio era una mera intuición «Cartero, mira los drones: el futuro está en ellos.» Así es como Amazon anunciaba en diciembre de 2016 su primera entrega mediante drones en el Reino Unido. En paralelo, Alphabet, la empresa de Google, está desarrollando —gracias a 35 millones de dólares del Gobierno de EE UU— el Project Wing para fabricar «la nueva generación de aviones automatizados que permitirá un acceso universal al cielo»

Mientras tanto, en Ruanda —uno de los países más pobres de África pero con un fuerte crecimiento—, esto ya está ocurriendo. Zipline, una startup financiada por EE UU, está trabajando en un sistema de reparto mediante drones alimentados por batería, que darán servicio a 21 instalaciones situadas en un radio de 75 kilómetros. Se trataría de entregar sangre, plasma y coagulantes a centros de transfusión situados en zonas rurales del oeste de Ruanda, con el objetivo de reducir los tiempos de espera de horas a minutos. Según The Guardian, «los drones tienen el potencial para vincular los grandes desafíos materiales de África con la revolución digital».

El desarrollo de vehículos aéreos no tripulados (UAVs) constituye una síntesis de tecnología avanzada, diseño, emprendimiento y propósito social, y no es casualidad que tenga tanto que ver con los sistemas integrados que definen la extraordinaria carrera de 55 años de Norman Foster como arquitecto, diseñador, urbanista y visionario. 

Para una persona que ha pasado buena parte de su vida volando y pensando en cómo reducir el peso de los edificios, el proyecto Droneport significa desarrollar un modo de ‘tomar tierra’, tanto literal como metafóricamente. Es un proyecto que tiene que ver sobre cómo conseguir una estructura sencilla, barata y fácil de construir con materiales derivados de la tierra, y también sobre cómo tratar el terreno para dar pie a una forma básica de urbanización que pueda crecer en torno a lo que va a convertirse en el microcentro de transporte fundamental del siglo XXI: el puerto para drones. 

Para este fin, Foster reunió a un equipo excepcional de teóricos y técnicos que, de haberse tratado de otro proyecto, estoy seguro de que nunca se hubieran involucrado en algo tan pequeño. La razón es simple: las consecuencias del proyecto Droneport pueden resultan enormes. En África, el impacto de la entrega urgente de productos médicos —y de muchas otras cosas— con aviones no tripulados puede ser en verdad catártico.

Jonathan Ledgard, el africanista que fomentó el interés de Foster en esta iniciativa a través de su organización benéfica Redline, cree que tanto el problema como su potencial solución no se circunscriben a África. En su opinión, en un futuro cercano aproximadamente 800 millones de personas en el mundo no tendrán acceso a servicios médicos básicos. De ahí que, para que el sistema de drones funcione —argumenta Ledgard—, deba ser barato y asequible, tener un precio justo. Haciendo una analogía con los enjambres de vehículos de dos ruedas que atraviesan sin descanso las ciudades de Indonesia y mantienen su economía, ve los drones como «motocicletas del cielo», de manera que los puertos para drones serían como un garaje-gasolinera-supermercado situado en el corazón de núcleos de población en crecimiento. Su potencial civil y económico en cuanto ‘conector social’ será, por tanto, relevante. 

Un futuro para África

Más que cualquier otro continente, África puede beneficiarse de los avances en las nuevas tecnologías y sistemas que dejarán atrás los ciclos tradicionales de desarrollo y crecimiento. En este sentido, los hechos hablan por sí mismos. La población africana se duplicará, llegando a los 2.200 millones, en 2050, y la proporción de población urbana pasará del 38 % actual al 50 % en 2030. Sin embargo, la mayoría de la gente seguirá viviendo en asentamientos informales con poco o ningún acceso a servicios básicos.

Aunque hay signos de mejora, la esperanza de vida en África está hoy en un promedio de 50 años (en China y Singapur es más de 80), y la mortalidad infantil sigue siendo inaceptablemente alta. Junto a la mejora en la alimentación y la sanidad, la tasa de mortalidad podría reducirse con un acceso rápido y asequible a los productos médicos. Pero en África, el acceso es el problema fundamental. Debido al tamaño del continente y al nivel preindustrial de sus infraestructuras, sólo un tercio de los africanos vive en un radio de 2 kilómetros de distancia a una carretera practicable todo el año, incluso en la estación lluviosa. No hay autopistas continentales, casi tampoco túneles, y no hay puentes suficientes para llegar a la gente que viven en las zonas más remotas. En la parte occidental de Uganda, por ejemplo, la extensa cadena montañosa sin túneles y puentes, y sus carreteras de tierra golpeadas con regularidad por las lluvias torrenciales, hacen que el suministro de bienes resulte impredecible, lento y caro. Cuando se trata de suministros médicos, las consecuencias pueden ser y de hecho son mortales.

El Banco Mundial y el Banco Africano de Desarrollo gastan la mitad de sus recursos en la inversión para el desarrollo de infraestructuras tradicionales. Algunos sostienen que una inversión de 60.000 millones de dólares serviría simplemente para mantener las cosas como están, dada la presión y la intensidad del crecimiento demográfico; pero pocos creen que esta simple puesta al día esté ni siquiera cerca de atender las necesidades de una población que crece justo en el momento en que más necesitan esos recursos.

Sin embargo, hay razones para ser optimista. La tecnología de los teléfonos móviles ya ha tenido un impacto positivo en África, facilitando las transacciones, mejorando la gobernanza y el intercambio de información, y contribuyendo a la mejora de la productividad en un continente que es sobre todo rural. En 2004, Vodafone, a través de la compañía local Safaricom, tenía 400.000 abonados en todo el continente; en 2013, 23 millones.

Es probable que los drones tengan un impacto similar en el crecimiento y la demografía, haciendo posibles modos de conexión más rápidos, baratos y seguros que los costosos y lentos ferrocarriles y carreteras. En este sentido, el Droneport tiene el potencial de convertirse no sólo en un importante eslabón de la cadena de suministro, sino en la piedra angular de la conectividad para el futuro de África.

Esta es precisamente la razón por la cual la Fundación Norman Foster se ha embarcado en el proyecto Droneport. Se trata de mucho más que de un pequeño aeropuerto para pequeños objetos voladores; es un proyecto sobre cómo ‘construir’ y cómo ‘conectar’, y sobre el impacto civilizador de la infraestructura. Norman Foster ha orientado su prodigiosa energía al diseño de la estructura más sencilla posible que pueda generar beneficios sociales, económicos y demográficos. Y su proyecto, si todo va bien, despegará pronto en Ruanda. 

Reflexionando sobre los orígenes de su diseño, Foster se remonta a algunas de sus fuentes de inspiración tempranas. Además de por los edificios de adobe del África subsahariana, Foster ha estado siempre fascinado por el arquitecto y constructor valenciano Rafael Guastavino. Guastavino inventó en el siglo XIX el sistema de arco cerámico basado en la bóveda tabicada tradicional para construir arcos y bóvedas robustos y autorportantes, usando piezas cerámicas trabadas entre sí mediante hiladas de mortero. El sistema se usó con gran éxito en construcciones a lo largo de todo EE UU, entre ellos el Queensboro Bridge o la Grand Central Station de Nueva York. 

Foster y un grupo cercano de colaboradores —incluidos algunos de los ingenieros más creativos del mundo, además de acreditadas empresas constructoras y técnicos muy experimentados— se quedaron cautivados por la eficacia de la solución de Guastavino. Supieron ver el potencial de inventar una versión del siglo XXI del arco cerámico que podría convertirse en el

elemento básico del Droneport, una infraestructura que, para tener éxito, tenía que poder levantarse rápidamente y de un modo barato y eficiente en emplazamientos de toda África sin necesidad de maquinaria sofisticada. Era importante, así, que pudiera ensamblarse con mano de obra no cualificada y, allí donde fuera posible, empleando materiales locales como la tierra.

Los detalles técnicos del proyecto son demasiado complejos para dar cuenta de ellos aquí, pero puede decirse que la unidad básica del Droneport es una bóveda de doble curvatura que soporta su propio peso además de hacer frente a otras cargas como la del viento y los terremotos. La bóveda básica puede instalarse sola o bien formar parte de un conjunto más grande. Philip Block, uno de los ingenieros jefes del proyecto junto a John Ochsendorf, quería en este sentido desarrollar «un kit de partes que diera cuenta de toda la inteligencia que hay detrás del proyecto, y que fuese lo más ligera posible y capaz de aprovechar al máximo los recursos locales».

Diseño y prototipos

Para hacer todo esto posible, el diseño ha incluido algunas importantes innovaciones. El primero es un sistema de tubos de acero y barras flexibles de fibra de vidrio que permiten que la forma de la bóveda pueda definirse en las tres dimensiones. La segunda consiste en la sustitución de las piezas cerámicas usadas tradicionalmente en las bóvedas tabicadas por piezas de Durabric de tierra compactada, desarrolladas por Lafarge-Holcim. Aunque Ochsendorf reconoce que el proyecto está todavía en desarrollo, afirma que «si el Durabric pudiera fabricarse localmente, entonces tendríamos la posibilidad de conseguir un producto ruandés al 90 %», un objetivo clave en el planteamiento del Droneport.

Foster y su equipo se dieron cuenta de que estas primeras ideas necesitaban confirmarse a través de un prototipo antes de lanzar el proyecto en África, y la 15ª Bienal de Arquitectura de Venecia, celebrada en 2016, fue una gran oportunidad de hacerlo. Con un coste de 70.000 dólares, un prototipo a escala real del Droneport se levantó en un emplazamiento único, junto a las impresionantes estructuras de fábrica del Arsenale, levantadas en el siglo XVI: un telón de fondo adecuado para esta reinterpretación del siglo XXI de esta arquitectura pura. Visitada por 260.000 personas, la Biennale mostró de una manera concreta cómo podía construirse, verse y experimentarse el Droneport.

Ver el proyecto en Venecia resultó revelador: permitió manifestar la autenticidad, elegancia y sencillez de un diseño del más alto nivel construido con los medios más humildes. Pero el prototipo del Droneport sirvió para más que esto: al percibirlo, uno se daba cuenta de repente del potencial ‘protourbano’ del proyecto inicial de Foster. En este sentido, resulta fácil imaginarse no sólo una, sino tres, cuatro, cinco… o veinte unidades abovedadas conectadas unas a otras para conformar un conjunto que iría creciendo poco a poco en torno al punto de llegada y salida de los drones.

Cuando el Droneport se convierta en una realidad, será posible comprobar cómo la gente se reunirá en él para recibir, entregar y vender o intercambiar los envíos, bajo bóvedas ensambladas que cobijarán diferentes actividades: desde la terminal de los drones hasta la zona de reparaciones, desde el almacenamiento de medicinas hasta la farmacia, desde la oficina de correos hasta el mercado, desde un lugar de encuentro protegido del sol o la lluvia hasta una escuela local o un garaje. Siempre que, como Jonathan Ledgard ha señalado, el precio resulte adecuado, estas infraestructuras y las operaciones de los drones podrán tener el potencial de fomentar el crecimiento y el empleo local, y de contribuir a fortalecer la vida cívica.

Debe señalarse que, cuando Foster habla de este proceso gradual y particularizado de desarrollo social, no se refiere sólo al vínculo insoslayable entre el trasporte y los asentamientos humanos —desde las ciudades mesopotámicas a orillas del Tigris y el Éufrates hasta las aerotrópolis emergentes de Asia—, sino también a los principios de asociacionismo y colectivismo de la arquitectura de Aldo van Eyck y Herman Hertzberger: el Droneport combina los valores a largo plazo, intemporales, con nuevos territorios y posibilidades de intervención.

El proyecto Droneport es más que una suma de partes. La Fundación Norman Foster está ahora trabajando con otros socios para implantar el proyecto en África. Los encuentros con las administraciones, inversores y operadores de drones están adelantándose con la esperanza de que los primeros puertos para drones estén disponibles en Ruanda en un año y medio.

Para Norman Foster, el proyecto Droneport «trata de hacer más con menos, sacando partido de los últimos avances en la tecnología de drones —una tecnología que por norman general se asocia con lo bélico— para tener un impacto inmediato salvando vidas en África.» Han sido necesarios una extraordinaria capacidad de anticipación, de radicalidad de diseño y de compromiso para llevar adelante el proyecto. Estamos muy cerca de comprobar que «el futuro se ha convertido en realidad». 

Ricky Burdett es profesor de Estudios Urbanos en la LSE y patrono de la Fundación Norman Foster.


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