Más torres y más muros
Cinco años tras el 11-S, el declive del rascacielos no se ha materializado, y en el mundo proliferan tanto las torres como los muros entre personas o ideas.
El perfil de Chicago con la torre proyectada por Calatrava (arriba); Shanghai con el rascacielos ‘abrebotellas’ de KPF (abajo) y, una vista del Burj Dubai (abajo), que será el edificio más alto del mundo, en construcción.
El siglo XX terminó en Berlín, pero el XXI comenzó en Nueva York. La guerra fría entre las ideologías finalizó con la demolición de un muro, y la paz caliente entre las civilizaciones se inició con el derribo de dos torres. Cinco años después de lo que los anglosajones llaman nine-eleven, el pronóstico sobre la muerte del rascacielos se ha revelado tan erróneo como la anterior previsión acerca de la desaparición de los muros que fragmentan el planeta. La globalización técnica y simbólica sigue levantando edificios en altura que portan un mensaje impositivo y optimista, mientras a ras de tierra el mundo se craquela con innumerables vallas limítrofes y cortafuegos informáticos que procuran impedir el tránsito de las personas y las ideas.
En Chicago, la cuna del rascacielos, Santiago Calatrava proyecta el que será el más alto de Estados Unidos, mientras la administración federal blinda la frontera con México mediante alambradas, fosos y sensores de calor; en Shanghai, con más grúas y torres que ningún otro lugar, la culminación del World Financial Center —diseñado por la firma norteamericana Kohn Pedersen Fox— llevará a la ciudad el récord de altura que últimamente han ostentado Kuala Lumpur y Taipei, al mismo tiempo que el gobierno chino censura Google o Yahoo e impide el acceso a la Wikipedia con barreras cibernéticas; y en Dubai, dentro del convulso Oriente Medio donde en su día nacieron las ciudades, la oficina de Skidmore, Owings & Merrill en Chicago se propone batir a Shanghai con un rascacielos todavía más alto, llevando el techo del planeta al Golfo Pérsico sin que este logro de la economía global sea obstáculo para la proliferación en la región de muros fronterizos entre ricos y pobres, sean éstos los habitantes de Arabia Saudí y Yemen o los de Israel y Palestina. Incluso en nuestra periférica España, la proliferación de torres en las grandes ciudades y en los destinos turísticos —del obús polícromo de Jean Nouvel en Barcelona a los cuatro rascacielos que se construyen en el madrileño Paseo de la Castellana, pasando por las obras de la costa mediterránea y el archipiélago canario— no es incompatible con el sellado de las fronteras meridionales con los radares del Estrecho de Gibraltar, las vallas de Ceuta y Melilla o las patrulleras del Océano Atlántico, desbordadas de continuo por la miseria de África.
Ni el de Berlín resultó ser el último muro, ni el atentado contra las Torres Gemelas marcó el declive de los rascacielos. Entonces parecieron gigantes con los pies de barro, pero acaso su vulnerabilidad no sea tanto técnica como social, y la seguridad de estos emblemas del poder político y económico esté más amenazada por la multiplicación de las barre-ras que fracturan el territorio, segregan las poblaciones y alimentan el resentimiento, que por el riesgo asociado a su audacia estructural y a la complejidad de sus instalaciones. Los comandos suicidas del 11 de septiembre estaban dirigidos por un arquitecto, Mohamed Atta, formado en El Cairo en la Escuela de Arquitectura más antigua del mundo árabe —en la que también se tituló Hassan Fathy, el mas importante arquitecto egipcio, abogado de la construcción neovernácula al servicio de los pobres frente a la modernidad occidentalizante—, y graduado después en urbanismo en la TUHH de Hamburgo —una joven universidad politécnica cuyo decano del departamento de planificación urbana, Dittmar Machule, defensor de los trazados tradicionales, había intervenido en la rehabilitación de la antigua ciudad siria de Aleppo— con una tesis sobre el conflicto entre el urbanismo islámico y la modernidad, lo que permite conjeturar que el objetivo del ataque terrorista fue, además de político, arquitectónico. Una conclusión similar se extrae del análisis que ha hecho Eyal Weizman de Ariel Sharon como arquitecto, cuando explora la geometría de la ocupación de Cisjordania desde la intersección del poder, la seguridad y el urbanismo, mostrando hasta qué punto la estrategia militar, la geopolítica de la protección y la arquitectura del territorio son inseparables.
El muro entre Israel y la Cisjordania palestina se ha convertido en símbolo de todas las fronteras que fracturan el planeta, produciendo miseria y dolor a los excluidos sin otorgar seguridad a los que se blindan tras ellas.
Transcurrido un lustro desde el 11 de septiembre, el encuentro catastrófico del rascacielos y el avión ha hecho más costosa la construcción en altura, y más fatigoso también el uso de la aviación comercial, pero la onda expansiva del evento ha hecho más daño en el suelo que en el cielo, y el rosario de bombas islamistas que ha abierto una grieta de pánico entre Madrid y Bali ha sacudido menos la arquitectura de la globalización que el descrédito de un imperio belicoso, tan impotente para garantizar la seguridad e implantar la democracia en los países musulmanes ocupados como incapaz ha sido de levantar en el vacío trágico de la Zona Cero—embarrancado en un marasmo más inmobiliario que cívico— un signo arquitectónico de aplomo y esperanza. Al otro lado del Atlántico, Londres ha sabido reemplazar un edificio destruido por el IRA, el Baltic Exchange, con una torre liviana y luminosa, construida por Norman Foster para una aseguradora suiza, y que se inserta en el perfil de la City como un proyectil pacífico: si Occidente quiere proponer un icono de encuentro y curación para el trauma del horror, este rascacielos raudo y romo es un buen candidato.
Mientras tanto, seguiremos contemplando la de-vastación del Líbano como un remedo titánico de las deconstrucciones de Gordon Matta-Clark, la guerra civil de Irak como un conflicto existente sólo en las pantallas que recogen impasibles el enésimo estallido, y el amenazante empeño de Irán en crear una bomba atómica musulmana como apenas un enredado juego diplomático, durante este extraño agosto en que hemos visto a los españoles secuestrados por el verano caínita del 36, a los alemanes, de Günter Grass a Arno Breker, secuestrados por su pasado ominoso, y a los cubanos secuestrados por un Fidel Castro que se secuestra lastimeramente a sí mismo, sosteniendo un diario como prueba de vida. Pero quizá T.S. Eliot tenía razón, y así es como el mundo termina, not with a bang but a whimper: no con una explosión, sino con un gemido.