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Eero Saarinen, la diversidad fértil

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Eero Saarinen, la diversidad fértil

Luis Moreno Mansilla 
31/10/2003


Aquel empuje radical de la modernidad no encontró fácil acomodo en los países nórdicos; su pretendida universalidad no encajaba bien entre un pueblo reacio a perder su identidad y tradiciones. Y, de algún modo, tuvo que despiezar su vocación de totalidad para convertir el funcionalismo en algo que tenía sentido en su particularización; lograr un mundo más habitable en un preciso instante y lugar, un funcionalismo que desaparecía como idea para convertirse en acontecimiento. (Algo no muy distinto de la forma de ver, de representar la realidad, de los pintores nórdicos; una mirada que eludía el contenido histórico o religioso y se dejaba fascinar por el esplendor de la realidad cotidiana; un modo de ver que privilegiaba la presencia sobre la literatura, el acontecimiento sobre las ideas).

Quizás en Saarinen pervive algo de esa supremacía de la realidad, del instante, sobre la radicalidad propagandista y férrea de la modernidad, y en su modo de trabajar lo particular, el carácter de cada edificio, el mundo que cada proyecto desplegaba ante sus ojos envolvía sus preocupaciones, como si el estilo, o la ‘reconocibilidad’, fuera una ocupación lejana.

La arquitectura es, pues, sólo en los ojos de quien la vive, y las categorías que Antonio Román utiliza para estructurar el libro (creating, dwelling, building, socializing, judging) nos hablan de ello en su forma verbal de gerundio, igual que Aalto no escribía en los planos comedor o dormitorio, notaciones abstractas, sino ‘comiendo’, o ‘durmiendo’, pues los objetos o la arquitectura no existen de por sí, sino tan sólo en el momento en que dan acomodo a los hombres.

El magnífico libro de Antonio Román —ilustrado con hermosas fotografías de Ezra Stoller— pone el acento sobre esa condición de multiplicidad, cuando cada proyecto tiene vida propia, y muestra cómo lo que sus contemporáneos le reprocharon —la falta de un estilo— puede hoy verse como algo moderno, fértil y creativo, una suerte de hermosa voracidad, la valentía de un conquistador que, arrancando desde lugares dispares, es capaz de proseguir en cada proyecto con una coherente vida propia. Y ese desarrollarse con vida propia remite a una condición orgánica —la asignatura pendiente de la arquitectura—, no en sus formas, sino en su forma de producirse, y evoca una diversidad propia de la naturaleza. Resulta asombroso pensar qué poco tienen que ver los proyectos entre sí, y cuánto se parecen los elementos, las formas y las ideas, y es ahí donde reconocemos a un gran arquitecto. Han pasado algunos años y Eero Saarinen no ha cambiado, pero nuestra mirada sí. 


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