El pasado 25 de julio falleció José Antonio Corrales, figura decisiva de la arquitectura española de la segunda mitad del siglo XX, ingresando así para siempre en un selecto olimpo habitado, entre otros, por Alejandro de la Sota, Francisco Javier Sáez de Oiza, Miguel Fisac o su propio socio, Ramón Vázquez de Molezún. Con su marcha no sólo se pierde un arquitecto relevante por su obra y su proyección, si no que, aún más importante, se extingue una forma de entender la profesión de arquitecto como oficio, según la cual el trabajo diario en el estudio no es un medio para conseguir un fin sino un fin en sí mismo, una pasión y un modo de vida.

Tal vez sea necesario para calibrar la importancia de la figura de Corrales hoy en día el recordar por un instante las circunstancias en las que su generación comenzó a ejercer la profesión en la posguerra, en una España lastrada por un retraso industrial endémico y una durísima guerra civil.

Tengamos en cuenta cómo los tímidos y tardíos intentos de establecer una modernidad arquitectónica española fueron abruptamente interrumpidos por la contienda, dejando a la profesión enredada en una difícil y farragosa conversación en la que temas como la definición de la identidad nacional tejen un corsé ideológico de efecto paralizante. De esta manera entenderemos cómo los jóvenes que comenzaron su andadura en la posguerra, deseosos de un nuevo comienzo, se vieron en la necesidad de reproducir en muy poco tiempo y sin apenas contacto con el exterior, los avances que en el resto de occidente había experimentado la arquitectura en las décadas anteriores...