Tratando de actualizar la herencia cultural del skyscraper neoyorquino, este proyecto debe su planteamiento a una interpretación maximizadora de las ordenanzas urbanísticas de la gran ciudad. Así, los retranqueos obligatorios en el tramo superior que garantizan que la luz natural llegue a la calle se multiplican, dando lugar a una sección decreciente que produce la sensación de que la torre se desmaterializa en su coronación. El resultado es una rascacielos de aspecto muy liviano que contrasta con la masividad característica de los edificios del entorno, al tiempo que se convierte en uno de los picos más altos de Manhattan: 438 metros de envergadura y unas proporciones inusuales que son posibles gracias a una forma estructuralmente sensata y a un minucioso trabajo de ingeniería.

El edificio explota las posibilidades expresivas y funcionales de la terracota, generando en las fachadas este y oeste una serie de bandas onduladas que se combinan a la manera de un sutil moiré. Conforme ganan altura, estas bandas de terracota se funden con los retranqueos y pierden densidad.

La combinación del uso creativo de la tecnología y de una situación privilegiada da como resultado una ilusoria inmaterialidad que, unida a la desconcertante esbeltez de la torre, la convierten en un nuevo punto de referencia simbólico para la ciudad.