En un rincón del desierto de Sonora (Arizona) se ha construido una casa cuyo propósito es pasar desapercibida. Y lo consigue: su altura, de poco más de tres metros, no supera la de los poderosos cactus del entorno; su volumen se fragmenta en tres piezas articuladas entre sí (sala de estar, habitaciones, estudio de grabación) que no rompen la silueta del paisaje definido por lomas peladas de vegetación; y sus muros rojizos se camuflan con eficacia entre los tonos ocres y verdosos que forman la paleta cromática del lugar.

La integración se consigue además alejando la tecnología humana del enclave, al que no llegan los coches, aparcados a 400 metros distancia. Desde allí, un sendero pedregoso conduce hasta la casa, que se muestra al visitante como una prolongación de la topografía. Al logro de este efecto de continuidad contribuye el material de construcción escogido, la tierra compactada, que define el color, la textura y el simbolismo de todo el conjunto. El color porque los muros se han levantado con arcilla local; la textura porque su acabado rugoso complementa y enriquece a través del tacto la percepción visual del edificio; y el simbolismo porque los macizos paramentos y el modo en que se posa el edificio sobre el terreno evocan los asentamientos de los indios Pueblo.

Gracias a su masividad y a su inercia térmica, los muros de tierra compactada permiten asimismo mejorar las prestaciones bioclimáticas de la casa que, por otra parte, cuenta con huecos muy profundos que la protegen de la radiación solar y que favorecen la ventilación cruzada de las distintas habitaciones.