Eduardo Mangada

Siendo a veces justificables, los prejuicios y la visceralidad tienden a cobrar fuerza y a dominar al juicio racional y ecuánime, que se emite tras una reflexión y un análisis más reposados y abiertos. Confieso que mi distancia intelectual respecto del nuevo parque del Manzanares, en Madrid, nacía del rechazo previo al soterramiento de la M-30, que sigo considerando una intervención equivocada e inculta, aunque las encuestas puedan aplaudirla. De ahí mi desinterés por el resultado final del proyecto auspiciado por un concurso convocado en 2005 —ganado por el equipo liderado por el estudio madrileño Burgos & Garrido—, cuya construcción ha concluido recientemente. Sólo la invitación a escribir este artículo, y el posterior conocimiento in situ de la realidad ejecutada del nuevo parque, han limado mis reservas y limpiado mis ojos de telarañas y prejuicios.

Es necesario, en primer lugar, celebrar positivamente la incorporación al paisaje urbano de Madrid de una nueva pieza de gran entidad, rápida y gozosamente apropiada por los ciudadanos, vecinos o no tan próximos, y resaltarse la gran calidad profesional que subyace en esta obra, felicitando a los arquitectos, paisajistas, botánicos, ingenieros, constructores, soladores portugueses, artesanos de los juegos infantiles, etc., que han hecho realidad este gran parque, en cuya calidad como obra construida persiste y se evidencia la inicial e inteligente lectura del territorio y de la geografía madrileña contenida en la propuesta ganadora, así como el acierto de sus autores sobre cuáles debían ser la finalidad, los materiales y el carácter del futuro parque...