Museo de la Guerra, Manchester
Daniel Libeskind 

Museo de la Guerra, Manchester

Daniel Libeskind 


Deyan Sudjic

Manchester es una ciudad grande y optimista, pero extrañamente informe. Fue aquí donde Engels decidió documentar las condiciones de vida del primer proletariado industrial del mundo, la clase obrera inglesa, forjada en el explosivo crecimiento de un pequeño pueblo que, sólo de una generación a otra, se transformó en una metrópolis fabril; y después le tocó sufrir la misma decadencia que padecieron otras ciudades parecidas al producirse el derrumbe de la industria manufacturera en Europa Occidental.

Y ahora, como si Manchester hubiera sido condenada a perpetuar sus defectos, esta ausencia de forma se reproduce fielmente en las iniciativas que se están llevando a cabo para llenar el vacío dejado por su pasado industrial. Su gran proyecto de renovación urbana se configura en una serie de piezas arquitectónicas más o menos distinguidas, que flotan aisladas en un mar de desperdicios.

El área de los muelles de Salford es representativa a este respecto: constituía el puerto interior de Manchester, la terminal del canal que lo comunicaba con el mar abierto, desde donde todo lo que se producía era enviado al extranjero. En menos de cinco años, este área que era una ‘nada abandonada’ y vacía se ha transformado en una ‘nada dinámica’. Ha aparecido unalínea detranvía—unmedio de transporte urbano que Inglaterra está redescubriendo con entusiasmo—; ya tenía el colorista auditorio Lowry, de MichaelWilford; y ahora también puede presumir del Imperial War Museum of the North, de Daniel Libeskind, una ramificación de la institución londinense homónima.

Estos logros indudables han dejado sin embargo algunas consecuencias negativas imprevistas. El precio de suelo se ha elevado considerablemente; lo suficiente para fomentar la inversión privada pero no lo bastante como para favorecer iniciativas de calidad. Alrededor de estos solitarios monumentos culturales se extiende una inútil mancha de aparcamientos, cotos comerciales de diseño, parques de negocios y restaurantes temáticos, todos tan insustanciales einconsistentes que podrían esfumarsetan rápidamente como aparecieron.

Supervivencia de una idea

En abierto contraste con lo anterior, el ImperialWar Museum of the North es una auténtica obra arquitectónica, enriquecida por la calidad de las ideas que la han alumbrado y también por la notable destreza de quienes han llevado a cabo su ejecución material. A pesar del prestigio que Daniel Libeskind ha adquirido como autor del Museo Judío de Berlín, éste es sólo su tercer edificio construido.Y aunque carece de la intensidad emotiva o de la delicadeza en el uso de los materiales que caracteriza la obra berlinesa, demuestra que aquél no fue tan sólo un destello aislado de talento.

Este nuevo museo de Manchester es producto tanto de la voluntad de la institución londinense, desde hace tiempo empeñada en hacer sentir su presencia fuera de la capital, como del deseo de las autoridades locales de llevar a cabo una operación urbanística gobernada por parámetros culturales. La dirección del Imperial War Museum encontró en Manchester el emplazamiento más favorable, así como la mayor predisposición a involucrarse en el proyecto en términos financieros. El siguiente paso fue convocar un concurso de arquitectura que ganó Daniel Libeskind con una propuesta que aunaba calidad arquitectónica y sentido narrativo, dos condiciones que pronto convencieron al cliente.

Aunque el exiguo presupuesto no permitía construir mucho más que una nave industrial, Libeskind consiguiótransformar ese sencillo contenedor en un edificio cargado de significado. Y afrontó la inquietante tarea de crear un museo dedicado a la guerra, perfectamente consciente de que podría interpretarse como trivialización del horror para producir espectáculo y entretenimiento. Debía ser un edificio digno, concebido como un globo terrestre fragmentado por la violencia de la guerra, del que se hubieran salvado algunos pedazos, reagrupados a continuación de forma más o menos caótica. Esta idea fue la que convenció de inmediato a los responsables del museo, y ha sido la que ha logrado sobrevivir en el edificio a pesar de las dificultades derivadas de la reducción de un tercio del presupuesto inicial, lo que originó en primer lugar el abandono del hormigón y su sustitución por acero.

El museo se sitúa al borde del canal, que es el único referente paisajístico de la zona. Y está comunicado a través de un puente peatonal innecesariamente expresivo (cliché al parecer inevitable en las recientes intervenciones urbanas) con el Lowry Centre de Wilford, que se encuentra en la ribera opuesta. Pero Libeskind no desvela de inmediato todos sus secretos: la construcción se retranquea un poco respecto al agua y parece a primera vista una colección de fragmentos arquitectónicos. Sus formas curvas y plateadas flotan sobre unos cochambrosos muros grises, cuya zafiedad delata el brutal recorte económico. La entrada es un túnel de hormigón que perfora la mayor de todas las piezas de museo, una torre curvada que se eleva sobre el resto del conjunto. Traspasado el umbral se comprende que el imponente volumen de apariencia maciza se encuentra en realidad vacío. De hecho, no se trata de un interior en sentido estricto; sus muros son permeables al viento. Este espacio se convierte así en una pausa convulsa, un dramático recordatorio de que nos encontramos en un lugar que invita a meditar sobre algunos de los temas más angustiosos para el ser humano. Otro umbral da paso a un vestíbulo que los visitantes perciben como subterráneo —con las inevitables cafeterías y tiendas de cualquier museo contemporáneo—, en cuyas paredes se encuentra una serie de dibujos de globos terrestres estallados: la piedra Rosetta que Libeskind proporciona para descodificar su arquitectura.

El autor toma en serio sus propias metáforas. Asfaltado en negro, el pavimento de las salas de exposiciones está levemente curvado para reproducir la sensación esférica de la que todo se deriva, completa con el punto que señala el Polo Norte. El museo se divide en cuatro partes —cielo, mar, tierra y agua—, que corresponden a los tradicionales teatros de operaciones de las guerras. Está organizado siguiendo un recorrido espiral ascendente que conduce a los visitantes desde el oscuro vestíbulo hasta las dos zonas de exposición principales (una de las cuales alberga la colección permanente del museo y la otra las temporales), y por último hasta un restaurante que se asoma sobre el canal.

El Imperial War Museum of the North pertenece al tipo de museo que combina la exhibición de objetos —los más importantes son un reactor Harrier de despegue y aterrizaje vertical, del cuerpo de marines estadounidenses, y un tanque soviético T34— con la tecnología para proyecciones multipantalla. Allí se encuentran el arma que disparó la primera bala británica de la II Guerra Mundial, uniformes, documentos y objetos de propaganda. Los dispositivos audiovisuales móviles transforman el interior del museo en una especie de cine a lo Eames. Se percibe también cierto rechazo hacia las explicaciones escritas, tan extendidas entre los museos contemporáneos. Las cartelas informativas son muy sintéticas, en la condescendiente convicción de que eso es todo lo que los visitantes somos capaces de asimilar. Por ejemplo, la II Guerra Mundial se condensa en un haiku de cuarenta y siete palabras.

Afortunadamente, no todo el museo está tan frenéticamente organizado. El visitante puede encontrarse también frente a uno de los archivadores de documentos que regulaban la vida de los soldados en la II Guerra Mundial; una agenda con los nombres de los parientes de la tripulación de un cazabombardero; o un descolorido telegrama del almirantazgo que ordena a un joven subteniente disponerse a abandonar Inglaterra en 48 horas, con la advertencia: «no se requiere uniforme tropical». El público es libre de imaginar qué pudo sentir hace más de sesenta años ese hombre que encontró en su mesa de desayuno la orden —es un documento auténtico— de partir hacia cualquier lugar ignoto.

En definitiva, el museo nos induce a extraer nuestras propias conclusiones en lugar de interpretarlas por nosotros. La arquitectura de Libeskind ofrece un contexto solemne, austero pero no siniestro, al servicio de esta inteligente estrategia...[+]


Cliente Client
Imperial War Museum

Arquitectos Architects
Daniel Libeskind

Colaboradores Collaborators
Leach Rhodes Walker (arquitecto asociado associate architect); M. Aerni, W. James, M. Ostermann, S. Bisgard, S. Blanch, G. Brun, C. Duisberg, L. Fischer, L. Gräbner, J. Kuo, S. Milne, D. Richmond, A. Trumpf; Ove Arup (obra civil civil engineering); Gardnier & Theobald (gestión management); Mott MacDonald (instalaciones mechanical engineering); Event & Real Studios (diseño de la exposición exhibition design)

Fotos Photos
Hélène Binet, Peter Cook/View