Francis Rambert

Tocar el Louvre es un sacrilegio o un privilegio; un reto, en cualquier caso. Al respecto, uno puede acordarse del gran debate entre ‘los antiguos y los modernos’ que se planteó en la década de 1980 cuando se anunció que I. M. Pei iba a construir su pirámide en el corazón del antiguo palacio del Louvre. Desde su inauguración en 1989 se ha impuesto el consenso, y el éxito de la intervención es ya popular y planetario. «Lo más importante es lo que está debajo; no puede concebirse la pirámide como un objeto aislado», afirmaba en 1983 el arquitecto sinonorteamericano para justificar su audaz intervención en el ala Napoleón, sobre un patio abierto, por otro lado, a la perspectiva del ‘eje histórico’ entre el Louvre y Sant-Germain-en-Laye.

Después de treinta años, casi podría retomarse el argumento de Pei para explicar la intervención de los arquitectos Bellini y Ricciotti —el primero, italiano; el segundo, francés— sobre la Cour Visconti, el patio situado del lado del Sena, en la parte trasera del Louvre. Pero la comparación no va más allá, pues las claves del proyecto de Bellini y Ricciotti, ganadores de un concurso convocado en 2005 —en el que se impusieron a figuras como Zaha Hadid o Coop Himmelb(l)au—, son muy distintas. No se trata de un estrategia de ‘cubrición’, como la llevada a cabo por Pei en la Cour Marly del ala Napoleón, sino de una estrategia de ‘inserción’ en una joya de los siglos XVII al XIX, restaurada para la ocasión. ¡Y menuda ocasión: acoger las artes islámicas en un recinto cerrado! Había, pues, mucho en juego...