El término ‘meritocracia’ fue acuñado en 1958 por el sociólogo británico Michael Young, en un libro que ya entonces presentaba el concepto bajo una luz oscura, The Rise of Meritocracy, donde advertía del riesgo de la creación de una nueva casta basada en la educación y el talento. Este debate se ha avivado en fechas recientes con dos obras de eminentes profesores, Daniel Markovits de Yale (The Meritocracy Trap, 2019) y Michael Sandel de Harvard (The Tyranny of Merit, 2020). El primero de ellos resumía su tesis en portada —‘Cómo el mito fundacional americano alimenta la desigualdad, desmantela la clase media y devora a la élite’—, argumentaba que «el mérito no es sino una impostura» y censuraba la transmisión hereditaria del privilegio a través de la educación elitista; y para el segundo —Premio Princesa de Asturias, y traducido ya al castellano— la meritocracia es tóxica, divide la sociedad en ganadores y perdedores, generando tanta altanería como resentimiento, y debe combatirse poniendo énfasis en lo comunitario. Frente a esta demolición intelectual de la movilidad social a través de la formación y el esfuerzo —sobre la que esta revista se pronunció en marzo con ‘Menosprecio del mérito’— se ha alzado en 2021 Adrian Wooldridge con The Aristocracy of Talent, una sólidamente argumentada defensa de la meritocracia, «lo más próximo que tenemos a una ideología universal».
Doctor en Historia por Oxford y ‘political editor’ del Economist, Wooldridge aborda aquí «la idea revolucionaria de la meritocracia», inseparable de una modernidad que pone en cuestión la hermética estratificación social del Antiguo Régimen, donde cada cargo o trabajo estaba asociado a la posición que otorga el nacimiento. Cuando muchas de las ideas que han modelado las sociedades occidentales durante los últimos siglos están en crisis —«la democracia retrocede, el liberalismo pugna por mantenerse, y el capitalismo ha perdido el brillo»—, la meritocracia es popular en todo el mundo porque afirma la capacidad de llegar tan lejos como permita el talento de cada uno, asegura la igualdad de oportunidades a través de la educación, prohíbe la discriminación por raza o sexo, y selecciona evitando el patronazgo o el clientelismo. El tránsito de la ética aristocrática a la ética meritocrática supone una auténtica revolución moral, y este es un argumento en defensa del mérito más poderoso aun que su evidente vinculación con el crecimiento económico y la prosperidad. En su desarrollo histórico, los socialistas del siglo XIX apoyaron la idea como un vehículo hacia una sociedad mejor, mientras los conservadores la veían como una amenaza al orden social, pero tras la II Guerra Mundial la meritocracia alcanzó en Occidente una aceptación unánime, solo agrietada en las últimas décadas por la censura de la izquierda radical, que le reprocha haberse convertido en una plutocracia, y de la derecha populista, que rechaza el cosmopolitismo displicente de las ‘élites cognitivas’.
La aristocracia del talento es desde luego un oxímoron, y al autor no se le escapa que la meritocracia está hoy en el taller de reparaciones, porque se ha hecho hereditaria y el ascensor social está averiado. Wooldridge propone regenerarla volviendo a dar una dimensión moral a la educación de las élites y otorgando estatus a la formación profesional, para evitar el egoísmo arrogante de los unos y el rencor iracundo de los otros. Acepta el fundamento sociológico de las críticas de Markovits o Sandel, pero también polemiza con John Rawls cuando el filósofo asegura que es injusto recompensar a los que tuvieron la fortuna de nacer mejor dotados, porque «hasta el joven Mozart tenía que practicar». Es esa ética del esfuerzo la que ve afianzarse en Asia, y muy especialmente en China, fiel a su tradición confuciana, y que ha extendido la meritocracia del ámbito de la educación al de la política. Y aunque muestra distancia frente a la modernidad autoritaria de la superpotencia asiática, también expresa preocupación porque en Occidente avance la democracia refrendaria, que adopta decisiones de gran calado con mayorías escuetas y sin suficiente debate informado. Ante el desafío de China por el liderazgo global, Wooldridge cree que Occidente solo puede competir con ella templando la democracia con el conocimiento de los expertos, y regenerando una meritocracia genuinamente liberal que conjure el peligro detectado por Young hace seis décadas.