Opinión 

Valencia 2007

31/08/2005


El espectáculo construye la ciudad. Tanto los grandes eventos deportivos como las Expos tienen una dimensión urbana que convierte los acontecimientos en hitos del experimento arquitectónico. España pudo comprobarlo en 1992, con la coincidencia de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, que ofreció un puñado de hitos construidos para la mejor campaña de imagen de nuestra historia. La reciente pugna de Madrid con Moscú, Nueva York, París y Londres, con victoria final de los británicos, por adjudicarse los Juegos de 2012 ilustra los apetitos urbanos que suscita el deporte de alta competición, motor económico y añagaza simbólica para recabar inversiones públicas que pueden tematizarse desde el orgullo colectivo. Así, el calendario arquitectónico del futuro inmediato incluye el Mundial de Fútbol de Alemania en 2006, la Copa América de Valencia en 2007 y los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008 (año en el que también se celebra la Expo de Zaragoza), tres eventos deportivos y televisivos que marcarán los próximos veranos, y que modificarán profundamente sus sedes ciudadanas.

En el caso de Valencia, su designación en noviembre de 2002 como sede de la regata más antigua e importante —que muchos describen como la Fórmula 1 del mar—, entre más de sesenta ciudades candidatas, tiene un doble carácter: por un lado, evidencia la ambición, dinamismo y empeño de la tercera ciudad española, capaz de competir con éxito en las exigentes ligas urbanas para la organización de acontecimientos planetarios; por otro, sirve a la vez para justificar los grandes proyectos de transformación urbana y para mostrar en el escaparate del mundo su capacidad y sus logros. La circunstancia insólita de que el último vencedor de la Copa América, el velero Alinghi, pertenezca a Suiza, un país sin mar, ha acabado dando a Valencia la oportunidad extraordinaria de rediseñar su obsoleta fachada marítima, así como la ocasión de modernizar y mejorar toda su red de transportes, desde el aeropuerto hasta el metro, y acaso también el argumento para exigir a la administración central la aceleración de la llegada de la alta velocidad a una ciudad y a un puerto de creciente centralidad económica.

Es imposible mencionar Valencia sin que en la misma frase aparezca el nombre de Calatrava, un arquitecto e ingeniero que ha logrado hacerse tan inseparable de la imagen local como la paella o las fallas, y ello pese a que su casa y su estudio están fuera de España, su obra tiene un ámbito internacional, y sus formas escultóricas sirven como logo de muy diversas instituciones o ciudades. Aunque Martin Filler en The New York Review of Books lo describa «a medio camino entre Disney y Gehry», Ada Louise Huxtable en The Wall Street Journal, «peligrosamente próximo al kitsch», y Edwin Heathcote en The Financial Times, «víctima del síndrome del icono», el valenciano es el primer arquitecto que expone en el Metropolitan neoyorquino desde que Breuer lo hiciera en 1972, y su populismo volador, volátil y voluble es un signo del espectáculo de los tiempos, tan incardinado en su época como Fra Angelico o Van Gogh, expuestos junto a él, lo estuvieron en las suyas. La energía luminosa y sensual de Valencia no la representa sólo Calatrava, pero tampoco el de Benimamet desmerece esta ciudad deslumbrante y excesiva.


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