¿Quién fue más pop?
Salvador Dalí y Andy Warhol, el efecto multiplicador
Han pasado veinte años ya de la muerte de Salvador Dalí (1904-1989), y con este pretexto conmemorativo se están publicando artículos periodísticos y fabricando acontecimientos expositivos. La Casa del Cordón, por ejemplo, dedica sus salas de Burgos, durante unos meses, a la escultura, que ha sido tradicionalmente la parte de la obra daliniana menos valorada por la crítica. Y la Fundación Gala-Dalí se ha traído a Figueras, en préstamo temporal del MoMA de Nueva York, el celebérrimo cuadro La persistencia de la memoria (1931), de modo que los primeros relojes blandos que pintó el ilustre hijo de esta ciudad gerundense están siendo contemplados en directo por los numerosos turistas que vistan el ‘teatro-museo’. Vinculemos esas dos cosas: la blandura que se percibe en los entes ilusorios del óleo neo-yorkino, y la dureza metálica de las esculturas (casi todas son de bronce). En este aparente contraste se sintetiza Dalí, un hombre que se esforzó siempre en afirmar la belleza y la supremacía de lo rígido y lo geométrico, pero que se representó a sí mismo como un ente reblandecido, un Gran masturbador detumescente (como en el cuadro de 1929 que atesora el Museo Reina Sofía de Madrid). Lo informe, lo caótico y lo excrementicio se oponen para él a la monarquía (o al franquismo, sustituto de la realeza en la poética daliniana), al arte del Renacimiento y a la pintura nítida que cultivó en muchos momentos de su vida.
Para entender esta aparente contradicción debemos indagar en algunos aspectos de su biografía personal e intelectual. Salvador Dalí, hijo de un notario librepensador y de una madre católica, afirmaba haber venido al mundo nueve meses después de la muerte de su hermano mayor. Quizá por ello fue un niño mimado y caprichoso, poco dotado para la resolución de los problemas prácticos de la vida, aunque con un inmenso talento para el dibujo y la creación literaria. Este último aspecto ha pasado casi desapercibido hasta fechas muy recientes, y aún hoy Dalí tropieza con una gran dificultad para figurar en las historias de la literatura. El problema es que no tuvo una lengua precisa, pues escribía cosas muy buenas en catalán, castellano o francés, cometiendo siempre, en cualquiera de esos idiomas (y también en inglés), graves faltas ortográficas y sintácticas. He aquí algo más interesante de lo que parece, pues semejante defecto le obligó a contar con colaboradores que superaban el estatus de los meros correctores de estilo. Llegaron a ser ‘mediadores’ entre Dalí y el mundo, autores parciales, o tal vez cómplices, que trataron sus textos de un modo parecido a como lo hicieron los ayudantes y promotores escultóricos cuando materializaron en la tercera dimensión muchas de las ideas y obsesiones del maestro...