Fisac finalmente

La trayectoria inventiva y prolífica de Miguel Fisac, que ha cumplido 90 años, atraviesa todas las etapas estéticas y sociales de la modernidad española.

Luis Fernández-Galiano 
30/04/2004


Inventor infatigable, Miguel Fisac valora sus patentes tanto como sus edificios. Desde el ladrillo aligerado que registró en 1952 hasta el sistema de prefabricación inscrito el año pasado, pasando por los ‘huesos’ de hormigón, los encofrados flexibles o los soportes de lámparas y muebles, el arquitecto nonagenario tiene a sus espaldas medio siglo de patentes en una docena de países; por patentar, ha patentado incluso su propio apellido como nombre comercial. Y es que el planeta Fisac designa un territorio abigarrado de innovaciones técnicas, experimentos de diseño y aventuras plásticas que resumen la historia contemporánea de los españoles a través del itinerario impaciente de un talento abrasivo y singular. De forma paradójica para el que ha sido sobre todo un constructor, ese trayecto se inicia con una demolición, y se culmina con otra: en 1942, Fisac levanta su primera obra, la iglesia del Espíritu Santo, sobre los restos del auditorio de la Residencia de Estudiantes, materializando el nacional-catolicismo de los vencedores de la Guerra Civil en el solar emblemático de la cultura laica republicana; y en 1999, el derribo de su edificio más caprichoso, la popular ‘pagoda’ de los laboratorios Jorba en la carretera de Barajas, consagra el prestigio mediático del arquitecto en un país inscrito en las coordenadas narcisistas y prósperas de la era democrática del espectáculo.

Del academicismo Beaux Arts al hormigón mullido, pasando por la modernidad atemperada de influencia nórdica, la carrera del arquitecto manchego es pródiga en experimentos técnicos y aventuras plásticas.

El ladrillo inclinado, los huesos de hormigón y los encofrados flexibles marcan las etapas creativas.

Hijo de un farmacéutico acomodado, Miguel Fisac nace en Daimiel en 1913, y tras cursar en Madrid una carrera interrumpida por la guerra —en la que participa del lado nacional—, inicia a los 29 años, inmediatamente después de titularse, una privilegiada relación con el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (al frente del cual se halla José María Albareda, su correligionario en el Opus Dei) que le llevará a remodelar durante los años cuarenta la mítica ‘Colina de los Chopos’, donde el nuevo régimen franquista aspira a cristalizar su proyecto ideológico. La iglesia de ladrillo severo y geometrías rotundas es la primera obra que se realiza, y su ejecución sobre los muros mutilados del demolido auditorio de Arniches y Domínguez —un proceso que ha investigado con minucioso rigor el arquitecto Francisco Burgos— tiene una dimensión simbólica difícil de exagerar. En los restantes edificios del conjunto, Fisac transita del clasicismo corintio del pórtico de la Casa Central al laconismo metafísico de los propíleos que dan acceso al recinto, para deslizarse hacia el empirismo de sabor nórdico en los interiores del Instituto de Óptica o en la biblioteca en el claustro del Espíritu Santo. Al terminar la década, con el encargo del Instituto Cajal, Fisac abandona el academicismo beauxartiano para abrazar una versión templada y orgánica de lo moderno que refuerza un viaje a Escandinavia, y ese funcionalismo inventivo será el que inspire sus otros proyectos de los cincuenta, desde el Instituto Laboral de su natal Daimiel o el de Formación del Profesorado en la Ciudad Universitaria madrileña hasta los Colegios de los Dominicos en Valladolid o Alcobendas, con escenográficas iglesias que harán de su autor un reconocido especialista en arquitectura religiosa, y un campeón del aggiornamento técnico y estético de la sociedad española. Ala mudanza estilística seguiría una catarsis espiritual, y tras un viaje alrededor del mundo en el verano de 1955, Fisac deja el Opus Dei al día siguiente de cumplir 42 años, con el inevitable eco que acompaña a quien es ya un personaje público. Su matrimonio dos años más tarde con Ana María Badell —apadrinado por el doctor Marañón, al que se había aproximado durante la obra del Cajal—abre una nueva etapa en la biografía del arquitecto, inserta en el marco más amplio de un país en el que simultáneamente despega el desarrollo económico y despierta la disidencia política.

Huesos de hormigón

En los años sesenta Fisac vive su momento más fértil, con la invención de los ‘huesos’ de hormigón, unas vigas livianas y escultóricas de sección hueca y apariencia orgánica con las que ejecuta la mayor parte de las obras de la década, grandes naves industriales para laboratorios, bodegas o fábricas que manifiestan la pujanza del crecimiento impulsado por el abandono del aislacionismo y la liberalización de la economía. Empleados por primera vez en los laboratorios farmacéuticos Made, los ‘huesos’ alcanzan su expresión más elocuente y exacta en el Centro de Estudios Hidrográficos, un brutal cajón de hormigón junto al Manzanares que alberga un conjunto rumoroso de maquetas de puertos y embalses bajo el dosel luminoso y vertebrado de unas vigas construidas con dovelas postesadas —tan ca-racterísticas en sus uniones que cuando fueron reemplazadas en 1994 por vigas pretensadas de una sola pieza, éstas se encofraron con un molde que finge las ranuras de las originales, como ha documentado el arquitecto Francisco Arqués—. ‘Huesos’similares se usaron también en las bodegas Garvey de Jerez de la Frontera o en varias fábricas de Barcelona, llegando a emplearse verticalmente como brise-soleil en la sede madrileña de la compañía IBM, y combinados con encofrados flexibles en el propio estudio del arquitecto en Alcobendas.

En Made y el Centro de Estudios Hidrográficos (portada) se ensaya el uso de vigas-hueso; con plantas unidas por paraboloides hiperbólicos, la torre de Jorba (abajo) se convirtió en icono del desarrollismo.

Estos encofrados realizados con plásticos y cuerdas, que dan al hormigón un aspecto mullido de colchón pétreo o embalaje obeso, aparecen en el umbral de los setenta con el Centro de Rehabilitación de Mupag en Madrid, y ornamentan la obra de Fisac—progresivamente más espaciada, y muy esporádica desde el cierre del estudio en 1977— durante las tres últimas décadas, empleándose en pequeños edificios públicos y en viviendas como la almohadillada de La Moraleja o la que para sí mismo remodeló en Almagro con un surrealismo de secano, extendiéndose también hasta sus dos proyectos más recientes, el teatro de Castilblanco de los Arroyos y el polideportivo de Getafe, terminados ambos a tiempo para el 90 aniversario del arquitecto. En ellos, Fisac insiste testarudamente con estas superficies fláccidas o rugosas que tan mala fortuna crítica tuvieron, pero que tan obligado es hoy rescatar desde las experiencias decorativas y táctiles que en los últimos tiempos han metamorfoseado la piel de la arquitectura. Alejado de la atención pública, el Fisac de la transición y la democracia ha seguido explorando la plástica del hormigón en su farmacia secreta, alegre y airado como el anciano lúcido que es, y con la tenacidad obstinada del que sigue fiel a la modernidad como invención.

Acaso por este motivo se antoja irónico que sea precisamente su obra más publicitaria, descrita por el arquitecto como «una frivolidad totalmente in-trascendente» —la torre estrellada de los laboratorios Jorba, que con sus plantas giradas 45º y sus paraboloides hiperbólicos de hormigón procuraba atender al deseo de notoriedad del cliente, y cuyo perfil de pagoda se convirtió en icono de la prosperidad atolondrada y amable de los sesenta—, la que al ser demolida hace cuatro años puso de nuevo a Fisac bajo los focos, vinculando indeleblemente su figura, en el imaginario popular, con una torre saltimbanqui. Pero el corazón tiene razones que la razón no entiende, el espíritu sopla donde quiere, y el derribo codicioso de 1999 cierra el bucle abierto por la demolición ideológica de 1942 para completar con justicia poética un círculo virtuoso de amnesia o amnistía en un país aquejado por un acceso febril de memoria violenta y fosas removidas.


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