Siete lámparas

Las siete lámparas de la necesidad

Fulvio Irace 
28/02/2015


John Ruskin, Las siete lámparas de la arquitectura

Sobre el tema del congreso ‘Arquitectura necesaria’, su director sugirió resumirlo con una cita de Tatlin: «Ni lo nuevo ni lo viejo: lo necesario», una definición que podría estar perfectamente acompañada por la opinión del gran maestro brasileño Paulo Mendes da Rocha: «Sobre todo en nuestra época, todo lo que no es necesario se convierte en grotesco.»

Partiendo de este enfoque, voy a plantear una pregunta que considero insoslayable: ¿cómo puede definirse el concepto de necesidad en la arquitectura o, en general, en cualquier aspecto de nuestra vida espiritual y cultural?

Siempre asociamos la necesidad con algo que nos impele hacia una decisión inmediata. Es algo vinculado a la idea de emergencia, a una arquitectura de bajo presupuesto, a necesidades primarias que deben ser cubiertas. No es casualidad que cuando buscamos en la Red ‘arquitectura necesaria’, lo que encontramos tenga que ver con la ‘austeridad’, el reciclaje, la sostenibilidad, la vivienda social o incluso los refugios para situaciones de emergencia. Aunque estoy convencido de que por fortuna el tiempo de la arquitectura icónica ha pasado y es el momento de que la disciplina recupere su capacidad de resolver problemas, no creo que podamos mantener la identificación entre lo necesario y un cierto tipo de arquitectura: la ‘necesidad’ es una virtud, no una cuestión de tipología.

Pero esto sólo será posible si limpiamos los cimientos de todos los condicionantes que en estos años de crisis han modificado nuestra actitud hacia la arquitectura, su función pública y sus leyes internas. Podemos luchar contra las prácticas narcisistas de una arquitectura entendida como una declaración privada de poder, y también contra la idea del arquitecto como un demiurgo ‘creador de formas’. A esto podemos oponer una visión de la disciplina como servicio a la sociedad, como una manera de pensar la construcción ajena a los excesos a los que nos hemos acostumbrado. Una arquitectura como un lenguaje sin ‘adjetivos’, como advirtiera en su momento Giuseppe Pagano desde las páginas de la revista Casabella; una arquitectura consciente de la necesidad de preservar el medio ambiente y distribuir de una manera justa los recursos. En resumen: una arquitectura cuyo centro de gravedad se traslada del arte a la necesidad. 

Ya durante la primera modernidad, Giuseppe Pagano advirtió en las páginas de Casabella sobre la necesidad de frenar el esteticismo con el ‘orgullo de la modestia’ de edificios que fuesen honestos y necesarios. 

La palabra ‘necesidad’ es como una muñeca rusa; contiene diferentes elementos (a veces sinónimos) en una misma carcasa: el bajo impacto ambiental, la sostenibilidad, la participación, el presupuesto. La necesidad significa, además, un retorno al corazón de la arquitectura moderna. Como señalara con claridad Adolf Loos: «La obra de arte es sólo cosa del artista; la casa nos concierne a todos.»

Adolf Loos, American Bar, Viena (1908)

Es difícil estar en desacuerdo con esto. Pero la cuestión sigue latente: ¿es la arquitectura necesaria sólo aquella que da respuesta a las necesidades primarias?

El tema no es nuevo. En la Italia fascista, cuando la monumentalidad resultaba prioritaria, Giuseppe Pagano escribió unas duras palabras contra Giuseppe Terragni. Frente a los sofisticados (y de alguna manera desesperados) experimentos lingüísticos que conducían a obras como la Casa del Fascio en Como, Pagano proponía una arquitectura de edificios modestos, honestos y necesarios. La expresión ‘orgullo de la modestia’ —convertida en su lema— reflejó la idea de una arquitectura concienciada socialmente. Sin embargo, ¿podemos decir realmente que la Casa del Fascio no es arquitectura ‘necesaria’? ¿Podemos tratar severamente los ‘tormentos’ de Terragni, el desarrollo de su inmenso talento, como algo superfluo? Volviendo a nuestra época, Mendes da Rocha admite: «A diferencia de mucha gente que tiene miedo de ella, a mí siempre me ha atraído la pobreza, las cosas simples, sin saber por qué. No me refiero a las penurias, sino a la humildad de las cosas esenciales. Todo lo superfluo me parece irritante.» ¿Y no consiste la razón de nuestra admiración por su obra precisamente en su capacidad para traducir estas preocupaciones éticas en obras maravillosas? 

Giuseppe Terragni, Casa del Fascio, Como (1936)

Por todo ello me gustaría lanzar un pequeño manifiesto por la ‘arquitectura necesaria’, siguiendo algunas ideas de Las siete lámparas de la arquitectura, el celebrado libro de John Ruskin, un texto seminal en el que se plantean claramente los términos del debate arquitectónico en una época muy condicionada por la presión social fruto de una industrialización salvaje.

Muchas de las ‘verdades’ de ese libro pueden resultar obsoletas para nosotros, pero aún siguen siendo, desde mi punto de vista, una referencia ética y filosófica válida para definir conceptos como la belleza, la calidad o el placer, en cuanto signos distintivos de cualquier proyecto arquitectónico.

Pensemos, por ejemplo, en el asunto de la necesidad social —es decir, el acceso a la vivienda para las personas que no la tienen— o el espacio público en una sociedad consumista que considera la misma idea de ‘lo público’ como algo barato, ruinoso o incluso peligroso.

Resulta evidente que estas nociones deben volver a situarse en el lugar que merecen, un lugar central. Pero ¿basta con esto? ¿Basta con recuperar el papel del espacio público? ¿No tenemos la necesidad de construir una nueva iconografía del espacio público, una imagen propia de nuestra época que la gente sea capaz de reconocer y apreciar?

John Ruskin, acuarela

De la belleza a la memoria

Por ello comenzaré con la belleza, la primera de nuestro manifiesto sobre lo necesario. La belleza es un derecho, no un regalo superfluo. Dar vivienda a los pobres no implica proyectar ‘casas pobres’, sino casas bellas que sean lo mejor posibles partiendo de la realidad apremiante de un presupuesto limitado. Por supuesto, tienen que comportarse de una manera perfecta en relación con la disponibilidad de espacio, además de respetar el presupuesto y ofrecer una respuesta adecuada a las necesidades del futuro morador. Pero esto no es suficiente si queremos evitar la carga de paternalismo que esta actitud implica. Todo ser humano necesita la belleza como una parte de su relación con el mundo.

Esto nos conduce al segundo punto del manifiesto, la calidad. La calidad es necesaria en la arquitectura: sin calidad ninguna arquitectura puede ser necesaria. La calidad resiste el tiempo; su resistencia demuestra su necesidad. La calidad implica la belleza, pero no coincide completamente con ella: la calidad es el resultado del conocimiento, de las capacidades técnicas, de la maestría en pensar y hacer. Es una actitud a la vez racional y visionaria: tenemos que ser conscientes de que, algunas veces, recurrir a la ciencia y a la tecnología produce la falsa impresión de que un edificio puede ser proyectado sin necesidad de una mano creativa, sin que tras él haya una idea fuerte.

La calidad proviene de la devoción. La devoción es también necesaria en la arquitectura, porque sin devoción no hay buena arquitectura. La devoción es una actitud moral que surge de la pasión, de un fuerte compromiso con nuestro deber y también con la necesidad de dar testimonio de la necesidad de las cosas bien hechas. La devoción tiene una fuerte carga religiosa: somos devotos de los Dioses, de las Ideas, y también debemos serlo de la Arquitectura. La dedicación ferviente a una idea es a menudo sinónimo del amor, y el acto de ser devoto implica un compromiso personal que va más allá de cualquier motivación puramente racional. La devoción consiste en una implicación total con el objeto del amor, pero es un objetivo que puede perseguirse sólo en parte.

Y entonces necesitamos el deseo, porque el deseo nos obliga a buscar lo mejor. El deseo tiene que ver con el futuro, es el salto que nos conduce a entrever lo que podría ser nuestro futuro inmediato: la imaginación que desborda los límites de la razón, que predice un futuro mejor. El deseo posee el fuego de la voluntad; trasciende la pura lógica. El deseo es la máquina que hace que la arquitectura se mueva.


El discurso, a la vez ético y estético, de Las Siete Lámparas de la Necesidad se ejemplifica bien en carreras como las de Paulo Mendes de Rocha, para quien la «arquitectura no debe ser funcional, sino adecuada».

Pero ¿cómo podemos distinguir el deseo de lo que sólo es la búsqueda caprichosa de lo nuevo? La arquitectura necesita la verdad: es la verdad la que evita caer en lo falso, en lo efímero, en la mera fantasía personal. Le dota a la arquitectura de solidez y profundidad. La verdad es, por tanto, necesaria, incluso cuando resulta ser algo que no comparte la opinión común: es lo que evidencia el carácter necesario de nuestro trabajo; es la piedra de toque para medir la intensidad de nuestras propuestas.

Por eso también necesitamos la visión, la capacidad profética de ir más allá de lo estrictamente necesario. Ya lo hemos dicho: la necesidad no es un valor en sí mismo; es una virtud cuyo efecto tenemos que demostrar a cada momento. Los vanguardistas que exploraron la cara oculta de la modernidad sentían sus predicciones y experimentos como algo necesario, no como una broma fantasiosa.

Para evitar este riesgo, necesitamos la ayuda de la memoria, nuestra tabla de salvación en el naufragio. La memoria no es el culto al pasado; consiste, más bien, en procurarnos la sensación de tener raíces, algo que nunca como ahora resulta tan necesario para construir una sociedad mejor. La memoria es el reconocimiento de un terreno compartido, el antídoto contra la tiranía de lo nuevo a cualquier precio.

Quizá estas Siete Lámparas de la Necesidad no sean suficientes hoy en día y debamos buscar otras palabras que permitan definir mejor el ámbito de nuestro compromiso. Pero me gustaría terminar tomando prestadas unas palabras, de nuevo las de Mendes da Rocha: «La arquitectura no tiene que ser funcional; debe ser adecuada.»


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